“La escuela de origen industrial, como templo y monopolio del saber descansa en paz”.
En 1965 en EE. UU., James Coleman publicó el famoso informe
"Igualdad de oportunidades educativas" (“Equality of
Educational opportunity”), “el más ambicioso e influyente estudio realizado
en Ciencias Sociales” (Murillo, 2005), el cual es válido y vigente hasta el día
de hoy.
Entre otras cosas, afirmaba que la escuela aportaba poco al
aprendizaje de sus estudiantes (no más del 10 %) y que los
resultados académicos se explicaban por el origen social y económico de las
familias. “Las escuelas son notablemente similares en el modo como se
relacionan con el rendimiento de sus alumnos cuando se tiene en cuenta el
origen socioeconómico de estos. Los factores socioeconómicos guardan una
fuerte relación con el rendimiento académico. Cuando estos factores se
controlan estadísticamente, resulta que las diferencias entre escuelas dan
cuenta de una pequeña fracción de las diferencias en el rendimiento de los
alumnos” (Coleman, 1966). A partir de ese momento, la investigación en
educación dio un giro notable, originando el movimiento conocido como
“escuelas eficaces” (Carabaña, 2016).
A 55 años del informe de Coleman nos encontramos en un escenario de
pandemia mundial provocado por la COVID-19 que ha transformado radicalmente
nuestras conductas. En un primer momento el confinamiento, el aislamiento
social y posteriormente, el distanciamiento social. Estas situaciones impactan
en todos los niveles del sistema educativo (preescolar, enseñanza básica,
educación media y superior) situándose como una encrucijada nunca antes vista
que pone en jaque su estructura, misión, sentido y finalidad. En pocos
meses, los cimientos, la planificación y la relación enseñanza-aprendizaje, se
han visto dramáticamente afectados. Algunos Informes señalan que las
consecuencias afectarán al menos una generación (Reimers y Schleiher, 2020).
“A la luz de los acontecimientos en todo el mundo debido a la pandemia,
parece ser que, la educación no necesita una escuela ni el aprendizaje necesita
un aula”.
La
validez de una pregunta: ¿Es este el fin de la escuela?
Más allá de cómo resolvemos la contingencia -si damos por perdido el año
escolar o si se aprueba a todos los estudiantes o de alguna manera se aseguran
los aprendizajes fundamentales- etc., cabe la pregunta: ¿No serán estos los
síntomas que señalan el fin de la escuela y con ello, el de una era, de un
sistema educativo ya en crisis? También es necesario preguntarse, hoy más que
nunca, ¿cuál es el fin de la escuela precisamente cuando la educación
presencial no es posible? Lo que sí está claro es que no se pueden escolarizar
los hogares.
La realidad nos está demostrando en esta pandemia la irrupción de la
innovación tecnológica en el sistema educativo, en medio del esfuerzo
desesperado de gobiernos, universidades, escuelas y profesores por “capear las
olas”. Nunca fue tan evidente esto de aprender, desaprender y reaprender, en
distintos ciclos y dimensiones vitales (A. Toffler, 1970, 2006). A la luz de
los acontecimientos en todo el mundo, pareciera ser que la educación no
necesita una escuela ni el aprendizaje necesita un aula.
Cuando la pandemia llegue a su fin, no será una nueva normalidad, sino
una nueva realidad. ¿Cómo se configurará el escenario educativo? ¿Qué haremos
al regresar a las escuelas y universidades? ¿Cómo recuperaremos el tiempo
perdido? ¿Desde dónde retomaremos o recuperaremos? ¿Daremos por “pasado lo que
vimos de manera online”? ¿Qué estamos haciendo o deberíamos hacer las
escuelas, directores y educadores? Puede ser entregando respuestas adaptativas,
coherentes, efectivas, y equitativas a esta nueva realidad donde el poder
estructurante del tiempo y el espacio que proporcionaba la escuela y el aula se
ha disuelto. La forma de reaccionar a la pandemia por COVID-19, es parte de la
respuesta a la pregunta acerca del final de la escuela y de lo que esta
significa, pero no lo es todo. Requiere reflexionar, discutir y construir una
nueva respuesta a esta antigua pregunta: ¿Cuál es el sentido de la escuela?
¡La
escuela ha muerto!
Era diciembre de 2018, cuando en el Congreso Internacional de Innovación
Educativa del Tec de Monterrey, compartía un consenso surgido de su
claustro académico: la educación del futuro (universidad, escuela) será muy
distinta a la actual, pero no sabemos cómo será (Escamilla, 2019). En
menos de dos años el consenso se hizo realidad: El futuro se hizo presente y la
educación actual es muy distinta a la de hace algunos meses. Está claro,
entonces, que la escuela, esa que entró en el inicio de la pandemia, ha muerto
y junto con ella, el aula y aquellos profesores.
El problema es que muchos no se han enterado o prefieren no saber y
seguir funcionando a la espera de que esto pase y que al volver a “la escuela”
(lugar, espacio, entorno), se retome la “antigua y normal” vida. Pero no. Esa
escuela que conocimos, no la volveremos a ver a menos, claro, que sea parte de
un tour de museos.
El conocimiento está en todas partes, repartido y distribuido. La
escuela que enseñaba, los profesores que transmitían conocimientos y “pasaban
la materia” no podrán volver (si vuelven, condenarán a sus estudiantes de por
vida). La escuela de origen industrial, como templo y monopolio del saber
descansa en paz. Se acabaron las asignaturas. ¡Sí!, esos nichos, reductos,
y trincheras donde agazapados, pero sin movernos un metro, nos permitía juzgar
si los estudiantes eran dignos de aprobación, con suerte -si es que había
tiempo y ganas- retroalimentar. El aula (sinónimo de clase) como espacio la
declaramos en un acta de defunción. Si antes provocaba inquietud, temor
salir de ella, o distanciarse de sus gruesos muros, en esta hora, el aula
ordenada y orientada a una pizarra o telón es un lejano recuerdo. Comprobamos
que el aula no es un espacio, sino una situación de aprendizaje, un momento
donde se construyen experiencias memorables.
¡Viva
la Escuela!
No es la materia, los contenidos ni las asignaturas el fin de la
escuela, sino la formación ética e integral que propone. La pandemia nos
muestra que la escuela más que un lugar físico es un espacio simbólico,
donde se materializa la convivencia respetuosa entre los seres humanos, la
búsqueda del sentido de la vida, la supervivencia de la tierra y de la especie,
la co-construcción de ciudadanía, de las relaciones entre derechos y deberes,
la responsabilidad por el nosotros colectivo, etc.
No solo ha muerto la escuela, también ha muerto el profesor de
asignatura o de curso. Pero surge o nace uno nuevo, que transita del saber, al
saber enseñar, hasta llegar al saber educar. Porque una cosa es saber historia,
matemáticas, biología (propio de los historiadores, matemáticos y biólogos), y
otra diferente es enseñar historia, enseñar matemáticas, enseñar biología
(propio de los profesores de historia, matemáticas y biología), pero otra cosa
muy distinta es: educar con la historia, con las matemáticas, con la biología
(J.M.Touriñan, 2016). ¿Cuál podría ser entonces su perfil? Un educador(a)
constructor de ambientes de aprendizaje; diseñador de situaciones desafiantes
(retos, problemas); articulador y negociador de acuerdos, mediador de
conflictos; facilitador de experiencias (proyectos); formador en habilidades
sociales; especialista en conversaciones expansivas, etc. Surge entonces una
nueva profesionalidad e identidad docente (C. Day, 2006, 2018).
La escuela ha muerto, sí, esa que juraba y justificaba todo su quehacer
encerrada sobre sí misma, pensando que los mejores estudiantes son los suyos a
diferencia de las otras escuelas y estudiantes, sin contacto o relación entre
ellos y que competía por demostrar(se) que era mejor que las otras escuelas o
que tenía los estudiantes más vulnerables y que con esa población conseguía los
resultados que podían situarla en algún ranking.
Pero ¡Ánimo! La escuela sí importa (Bolívar y Murillo, 2017), porque
ella es la unidad básica de cambio y transformación (Bolívar, 2012). También
porque el cambio es una necesidad (Sánchez, 2018) particularmente y sobre todo
en esta hora y en las que seguirán. Esta escuela, que la denominamos “Abierta”
para aprender y emprender los cambios y transformaciones que demanda la
sociedad, tiene al menos las siguientes características:
·
Escuela orientada, abierta y constituida como comunidad de aprendizaje (Stoll y Louis, 2007) y donde los
educadores son los primeros responsables de su propio desarrollo profesional
(V. Robinson, 2008), se constituyen y trabajan en comunidades profesionales de
aprendizaje (Lieberman y Miller, 2008; Gairín, 2015) y entienden que el éxito
en el aprendizaje de los estudiantes no es fruto del trabajo individual, sino
resultado de la eficacia colectiva (J. Hatie, 2015).
·
Escuela abierta que abre sus antiguas “salas” a diferentes integrantes
de la comunidad interna (padres, madres y otros familiares) pero también a actores de la
comunidad externa (profesionales, oficios diversos e instituciones) con los
cuales desarrollar proyectos integrales de aprendizaje. Todos enseñan, todos
aprenden.
·
Escuela abierta para conectarse con otras escuelas para construir redes
de escuelas (Earl y Katz, 2007), de profesores, de estudiantes, donde compartir
saberes, proyectos y experiencias de aprendizaje. La sinergia y colaboración es
una práctica habitual y no una excepción.
·
Escuela abierta más allá de las escuelas (Bolivar, 2012), conectadas,
integradas, incluidas en la comunidad, con empresas, organizaciones sociales,
universidades, juntas de vecinos, etc. El más allá, no solo es local, es
también global, es en definitiva glocal.
Esta naciente escuela, pasa:
·
De asignaturas para aprobar, a retos-problemas a resolver.
·
De un currículum fijo y establecido, a uno personalizado y
flexible, materializado en proyectos (inter y transdisciplinarios) a
desarrollar.
·
De profesores de asignatura, a educadores actualizados y
vinculados, creadores de ambientes y situaciones de aprendizaje, que a través
de la resolución de problemas van desarrollando competencias.
·
De un aprendizaje compartimentado, a una experiencia memorable de
aprendizaje integral.
Sin embargo, la disyuntiva o tensión de esta escuela será la
congruencia, compatibilidad y urgencia con la respuesta educativa relacionada a
la dimensión tecnológica en conjunto con la dimensión ética. En la primera, las
urgencias por abordar la creación y diseño de entornos virtuales de
aprendizaje, la inteligencia artificial, la realidad virtual y realidad mental
junto con la analítica de datos y la data science. La
conectividad se convierte entonces en un derecho social (Piquer, 2020) que
debe garantizar el Estado, y el uso de este derecho, una responsabilidad
ineludible de la escuela. En la segunda, el convencimiento que si la
escuela, los directores y profesores no intervienen en la reducción de las
brechas sociales, contribuyen a mantenerlas y aumentarlas, en otras
palabras, a reproducir la desigualdad. La justicia social, entonces, es un
imperativo de la escuela y sus educadores, que se juega entre escuelas, al
interior de estas y particularmente al interior de la “sala” de clases.
Este nuevo escenario genera una gran responsabilidad en directores y
educadores, porque las diferencias sociales se agudizan y exacerban. La
escuela no cambia la situación sanitaria o política del país, pero tiene el
deber de garantizar la continuidad del aprendizaje para no agudizar en el
futuro las diferencias y segregación. En esta realidad, la colaboración
entre los líderes escolares es vital para: priorizar los objetivos
curriculares, crear grupos de trabajo y comunidades profesionales de
aprendizaje, diseñar y compartir escenarios, construir planificaciones y
cronogramas flexibles, principios que garanticen la estrategia, identificar los
medios disponibles (realistas) para proveer educación, conocer los roles,
expectativas, competencias y salud de la comunidad docente, fomentar la
comunicación y colaboración entre los estudiantes, entre otros.
El rey ha muerto. ¡Larga vida al rey! Es parte de una tradición de las
monarquías para honrar al rey fallecido, pero la manifestación de la
continuidad de esta con el nuevo monarca ascendido. Es en este escenario, donde
anunciamos ¡El fin de la Escuela! ¡La Escuela ha muerto! Tal cual la hemos
conocido hasta ahora. Larga vida a la escuela, esa que recién se asoma,
heredera de la fallecida, pero completamente diferente. ¿La veremos? Ya está
entre nosotros. Su estreno, eso sí, será cuando volvamos a la presencialidad.
Acerca del autor
Miguel Rivera Alvarado (mrivera@educamino.cl)
es profesor de Historia y Geografía, Master en calidad y excelencia educativa,
Magister en Gestión Escolar, Coach Ontológico & Educacional. Tiene 20 años
de experiencia como director de escuelas en Chile. Es Cofundador y director
ejecutivo de Red ECO. Presidente Corporación Educacional EDUCAMINO.
Originalmente publicado en https://ined21.com/el-fin-de-la-escuela/
Edición por Rubí Román (rubi.roman@tec.mx) - Observatorio de Innovación
Educativa
Fuente
https://observatorio.tec.mx/edu-bits-blog/la-escuela-ha-muerto-viva-la-escuela
No hay comentarios. :
Publicar un comentario