Si nos planteamos sobre la Educación que necesita la comunidad en que vivimos, pronto llegaremos a la conclusión que es más que unos conocimientos y habilidades en determinadas asignaturas, sino que debe tener en cuenta que debe superar a las exigencias del mercado ¿Para qué puede servir la Educación formal? De otra manera ¿En qué consiste la educación colonizadora?
Hablar de educación colonizadora es poner en cuestionamiento
la actual tradición educativa, en especial si nos acercamos a aquello que le
dio vida: un pensamiento positivista que se ha limitado a la entrega de
información y cuyo eje es la alfabetización en el uso de técnicas, tecnologías
y competencias necesarias para las exigencias del mercado y de un Estado
asistencialista.
Algunas personas manifiestan que revertir esta situación
para su descolonización pasaría por revisar las raíces mismas que dieron origen
a los sistemas de educación modernos, así como a los esquemas culturales,
sociales, políticos y económicos que imponen. Esquemas que se sustentan en la
idea de separación y que constituyen una educación de dominio. “La educación como una solicitud del
individuo para superar sus carencias en su afán de dominio del mundo”
(Rengifo). Esta potestad se ejercería hacia otros y otras que son una amenaza y
sobre el medio ambiente, situación que no es ajena a la innegable devastación
de la naturaleza.
Esta concepción de separación y dominio surge, según Rengifo,
desde el reemplazo de la crianza por la educación. Él explica que el primer
suceso que marca esta sustitución es, por una parte, la separación del ser
humano de la naturaleza y, por otra, la desacralización del mundo. Todo esto
lleva a definir el conocimiento como distancia, posesión, control y poder; cualidades
que finalmente se transfieren a la acción educativa, dando paso al “modo inventado y deseado por los modernos,
de proporcionar al individuo los argumentos y el modo más eficaz de ampliar su
dominio sobre las cosas”.
Desde esta perspectiva, la institucionalización de la
educación proyectada en las escuelas, institutos y universidades constituiría
el acceso a unos conocimientos que a la postre posibilitarían dominar el mundo.
Dominio que es posible solo si está en juego la razón, entendida como la
capacidad de escoger, calcular y enjuiciar adecuadamente entre varios medios
aquel que se acomode mejor al fin (Castro-Gómez). Estos mismos argumentos son
los que promueve el discurso de que los niños y niñas necesitan de la escuela,
ya que solo en ella se aprende, llegando a instalarse incluso como sentido
común (Illich). Dicho sentido común se funda sobre la falsa base de reconocer
como fin último de la educación el trasmitir, re-crear y extender el
pensamiento científico para transformar el mundo (transformación que entre
otras cosas ha llevado a la catástrofe ambiental y al menoscabo de unos por
otros), imposibilitando el aprender: “pregúntele
a un niño donde vive. No tiene ni idea, no tiene idea. … si no saben…”
(Juan).
La educación formal aparece, entonces, como la gran
herramienta para salvar al ser humano de las ataduras de la naturaleza, pues
este por sí solo no podría conocerla y dominarla, justificando así la
existencia de instituciones y personas especializadas. Al mismo tiempo, estos
supuestos universales requerirían de la tutela de instituciones igualmente
universales (UNESCO, Ministerios de Educación, Leyes Orgánicas de Educación,
entre otras), cuya función sería salvaguardar el acceso a los secretos de la
ciencia y la tecnología, para que todos y todas tengan el mismo derecho a
dominar el mundo. Tales planteamientos coinciden con las formulaciones de
Castro-Gómez en relación con la trilogía de la colonialidad: la colonialidad
del ser, la colonialidad del poder y la colonialidad del saber, que reproduce
la hybris del punto cero.
En suma, la propuesta pasa por deconstruir los elementos de
base de la educación, esencialmente la noción de conocimiento que define la
modernidad, la cual “ha hecho del saber
un hecho, es decir, algo aprehensible por cualquiera que conozca sus códigos,
además de universal, es decir válido en todo tiempo y lugar” (Rengifo).
En otras palabras, una educación cuya cultura de aprendizaje
estaría marcada por el consumismo, donde su propósito no sería crear saberes,
sino, por el contrario, limitarse a repetir lo que se produce en otros espacios
y en otros contextos, constituyendo un currículo circunscrito a la ciencia de
otros. De este modo, el aprendizaje se transformaría en un proceso de forma sin
contenido, que no abordaría la esencia de las cosas. Herencia de una educación
que prioriza la estructura en desmedro del fondo, además de encauzarse en el
cumplimiento y la disciplina antes que en la formación. En
síntesis, una práctica de sumisión y consumo.
Asimismo, se instala una concepción de aprendizaje que alude
a una educación antropocéntrica, en la cual la relación con la naturaleza y la
concepción de una mente extensa (Batenson), interconectada a todos los sistemas
cognitivos vivientes, está ausente. Ausente incluso, en los discursos de
emblemáticos pensadores.
Por ejemplo, se aprecia que Dewey aborda la relación con la
naturaleza desde la óptica de la dominación, señalando: “La vida es un proceso de autorrenovación mediante la acción sobre el
medio ambiente”, se encasilla en el marco de la colonialidad sobre la
naturaleza, haciendo referencia también a la educación como un medio para
colonizarla, es decir, para actuar sobre ella y no con ella.
Este mismo autor advierte sobre el carácter colonizador de la educación. No
obstante, solo se limita a señalar una perspectiva evolutiva: a admitir que la
educación trasmite conocimientos y lo hace para responder a la necesidad de
enseñanza y aprendizaje sistémico o intencional que se origina a medida que las
sociedades se complejizan, a pesar del peligro de crear una separación entre la
experiencia cotidiana y la experiencia en la escuela (Dewey). Una
complejización societal que dictamina inviable mantener la práctica de
introducir a los recién llegados en la comunidad como miembros plenos,
considerándose esto solo posible para aquellos que Dewey denomina: los “grupos
salvajes”.
Por otra parte, Chomsky plantea que el rol tradicional de la
educación –que por décadas ha asumido y que tan malos resultados ha obtenido–
de ocultar la verdad sobre el mundo y sus sociedades, la ha obligado a formar
consumidores, desmantelando los espacios públicos y definiendo a los otros y
otras como amenaza. Situación que tampoco es claramente definida, puesto que,
de serlo, la escuela debería adoptar el papel de enseñar estrategias de
autodefensa, situación que tal vez sería mucho más benigna que el actual papel
que cumple y que constituye una función antidemocrática.
En pos de estas reflexiones, podríamos vernos tentados a
inscribirnos en la tesis de la desescolarización de la educación, donde Illich
plantea que las instituciones como la escuela conducen inevitablemente a la
contaminación, hacía el crimen de lo humano, hacia la impotencia y la
polarización social, pues su función solo se limitaría a acelerar procesos
donde las necesidades no materiales son transformadas en demandas de bienes y,
por tanto, de servicios, así como de profesionales para satisfacerlas,
produciéndose procesos de degradación que conducirían a sospechar de las
capacidades y logros de los seres humanos.
Sin embargo, al tomar conciencia de las fragilidades y
potencialidades de la educación moderna –definida por Foucault como “el instrumento gracias al cual todo
individuo en una sociedad como la nuestra puede acceder a no importa qué tipo
de discurso”, así como los beneficios que nos ofrece una educación formal
contextualizada, sustentada en lo cotidiano y capaz de sintetizar lo global
revitalizando territorios–, nos inclinamos a considerar que la escuela no es
una mala alternativa sí responde a algunos principios que más adelante se
desarrollarán.
Esta opción sintoniza con una postura más bien tradicional
frente a la mantención de ciertas instituciones, entre ellas, la escuela;
puesto que no podemos olvidar que ella, en algunas zonas, especialmente en los
sectores rurales, conforma un lugar donde confluyen múltiples conocimientos,
demandando su transformación en espacios de resistencia, que ponen en tensión
los diversos saberes y discursos.
Extraído de
Descolonizar la educación desde la crianza
Sylvia Contreras Salinas
Universidad Central de Chile
Mónica Ramírez Pavelic
Universidad Arturo Prat
Revista Electrónica Educare (Educare Electronic Journal)
Vol. 18(2) MAYO-AGOSTO, 2014: 297-309
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