En los últimos años se ha introducido en el mundo
empresarial un nuevo concepto de “calidad” denominado “calidad total”. Este
concepto de “calidad total” surgió en la postguerra como una exigencia de
elevar los valores estandarizados de calidad que regían las producciones de
bienes y servicios en la década de los 30, en orden a satisfacer una mayor
demanda. Dicha idea, elaborada primero por americanos y japoneses, y luego, a
partir de los 80 por europeos, se ha ido enriqueciendo con el tiempo. Aquí nos
basta sintetizarla con la enumeración de las cuatro características o
condiciones que deben ser cumplidas para poder hablar con propiedad de “gestión
de calidad total”.
Su primera característica pone énfasis en la satisfacción
del “cliente” con sus demandas tanto explícitas como ocultas, que pueden llegar
a ser descubiertas y satisfechas por una oferta inteligente. La “calidad total”
exige, en segundo lugar, la “mejora continua” de la gestión empresarial y de
sus procesos. Unida a esta exigencia está, en tercer lugar, la necesidad de una
“participación” gratificada y gratificante de todos los agentes intervinientes
en la producción empresarial. Ya no se trata, como era antes, de una gestión
específica del “departamento de calidad” de la empresa. Ahora
todos, desde el presidente hasta el último empleado, están involucrados en la
mejora de la calidad, para lo cual deben asumir una función de creciente
liderazgo sustentada en la competencia y la motivación, que no están exentas de
valores. Por último, se exige que haya un nivel de “interrelación” de las
empresas, que transforme la tradicional competitividad empresarial en acuerdos
cada vez más francos, que garanticen una máxima calidad de oferta y un acceso
leal al mercado.
Este concepto empresarial de “calidad total” ha tenido su
versión o sus versiones en el campo educativo. Para ello ha debido sufrir
profundas transformaciones tanto en su nomenclatura técnica como en sus
conceptos. Pero su nueva versión no ha podido disipar las desconfianzas que
todavía se suscitan en el ámbito educativo por su proveniencia empresarial. Por
más aportes que pueda suministrar al ámbito educativo un modelo “empresarial”
de gestión, no puede contener de ningún modo los principios últimos que
inspiran un modelo “personalizado” de gestión educativa.
En el modelo de calidad total educativa el “foco” se pone
también en el “destinatario” del quehacer educativo, que es ante todo el educando,
llamado “beneficiario”, que ocupa el lugar del “cliente” en el ámbito
empresarial. Tal posición central del “educando” es coincidente con los avances
de la nueva pedagogía, que ha desplazado la importancia que en otros tiempos
tuvieron los “contenidos” o los “docentes” y que ahora posee el mismo sujeto de
la educación que es el educando, pero sin descuidar el rol del docente ni el de
los contenidos educativos.
Pero para poder centralizar el acto educativo en el sujeto es preciso, en segundo lugar, mejorar y optimizar “la gestión educacional de un modo continuo”. Para ello la escuela necesita tener bien claro su proyecto educativo, sus propuestas didáctico-pedagógicas, sus estructuras institucionales y sus propios procesos de gestión. Las reformas en calidad total son de naturaleza continua y deben ser llevadas con constancia por toda la comunidad educativa. Vale más una acción continua que muchas esporádicas. Esto implica, en tercer lugar, tener en cuenta la “participación” de todos los docentes de una institución educativa y de todos aquellos que son parte de la comunidad educativa como los directivos, padres y personal no docente. Por último, también es necesario arbitrar los medios para que las instituciones escolares no entren en la “competencia” escolar a fin de ganar “matrículas”, práctica que lamentablemente ya está instalada entre nosotros en los más diversos niveles. La situación educacional es de tal gravedad que exige de todos un gran acuerdo.
Son innegables las
ventajas que los análisis de la “calidad total” han introducido en la práctica
educativa. Su actitud sistémica permite ver la escuela como un todo unido a su
medio socioeconómico. Pero este parentesco tan estrecho con la cultura de la
globalidad imperante hace que la calidad total endiose a la efectividad y a la
eficiencia como las supremas categorías del funcionamiento escolar correcto. De
este modo el proyecto educativo queda reducido a la simple correspondencia
funcional entre objetivos planificados y rendimientos constatados dados en un
proceso de continua adecuación, como lo ejemplifica el ciclo de Deming. A esta
perspectiva le falta el impulso de los “fines”, que más allá de los “objetivos”
inmediatos anima con sus valores trascendentes el “ideario” del proyecto
educativo de una institución. Tal carencia de “fines” hace que muchas veces la
perspectiva de la calidad total esté también reñida con los más elementales
principios de la
equidad. Aquí es donde el concepto de “equidad” debe
introducirse e integrarse en el concepto de “calidad”.
La “equidad” en educación tiene que ver, en general, con la
igualdad de oportunidades y con el respeto por la diversidad. Pero
esta “equidad” educativa, más que “igualdad aritmética”, es “igualdad
proporcional”, ya que tiene en cuenta la asignación de sus recursos a los más
desprotegidos y débiles del Sistema Educativo, que son los pobres y los
sectores marginales de la
sociedad. En ese sentido la búsqueda de calidad educativa “implica
justicia”. Esta “justicia”, para ser plena, debe focalizar acciones en favor de
los más pobres en dos líneas complementarias. La primera es la que provee “recursos
materiales” para posibilitar la enseñanza-aprendizaje de esos sectores
pauperizados de la población, como pueden ser los recursos de infraestructura,
de materiales didácticos, los refuerzos alimentarios, la vestimenta, la salud,
etc. La segunda es la que provee “recursos formales”, que son más importantes
aún que los anteriores, ya que atañen al apoyo directo de las propias prácticas
pedagógicas que tienen lugar en ese marco. De nada valdría enviar libros de
lectura (“recursos materiales”) a esos sectores, si no se les proporcionara a
los maestros los medios didáctico-pedagógicos (“recursos formales”) que son
imprescindibles para que los alumnos puedan progresar en la lectura comprensiva
de esos textos. Si no se les facilita esta última ayuda las estadísticas
mentirán, porque el auxilio material no basta para elevar el nivel cultural de la población. Y también
sería del todo irracional promover escuelas de “alta calidad” en función de sus
elevados ingresos, como hacen algunos, sin ver o sin querer ver que al lado hay
escuelas que no pueden alcanzar un mínimo de calidad por lo exiguo de su
presupuesto, que no sólo no alcanza para pagar a sus maestros con dignidad,
sino que ni siquiera pueden proveerse de lo mínimo requerido para su
equipamiento tecnológico. El requisito es, pues, aspirar a una escuela de
calidad integral para todos. Y este principio no vale únicamente para la
política educacional del Estado, sino que debe tener vigencia en la sociedad
civil y entre los particulares.
Extraído de
Revista Iberoamericana de Educación, mayo-agosto, número 023
Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura
(OEI) Madrid, España pp. 15-231
Jorge R.
Seibold, S.J.
Director del Programa de Doctorado en Filosofía de la
Facultad de Filosofía (área San Miguel) de la Universidad del Salvador; además
es director del Centro de Reflexión y Acción Educativa (CRAE) perteneciente al
Centro de Investigación y Acción Social (CIAS) de Buenos Aires, Argentina.
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