- Pretender
hoy que el sistema educativo realice adecuadamente su función a distancia
es una fantasía que conduce a la frustración e incrementa las
desigualdades educativas.
Como toda la
sociedad española, el sistema educativo se ha visto obligado a adaptarse de
forma drástica a la actual emergencia sanitaria. La histórica decisión de
suspender la actividad en los centros escolares ha forzado a las autoridades
educativas a reaccionar con rapidez. Tanto el Ministerio de Educación como el
conjunto de las comunidades autónomas decidieron, primero, continuar con la
actividad docente por medios telemáticos, y segundo, avanzar con la impartición
de contenidos.
Estas decisiones
están exigiendo a los docentes y a las familias un gran esfuerzo: los primeros
para adaptar los contenidos y metodologías al confinamiento de su alumnado, y
las segundas para responder a las demandas escolares. En ambos casos, el
objetivo es suavizar el impacto académico del parón. Pero este gran esfuerzo no
está evitando que la sensación de impotencia se extienda entre la comunidad
educativa, porque se está evidenciando que no es posible cumplirlo. Dicho de
otra manera: pretender hoy que el sistema educativo realice adecuadamente su
función a distancia es una fantasía que conduce a la frustración e incrementa
las desigualdades educativas.
En primer lugar, el
proceso educativo exige desarrollar contenidos para el alumnado de forma
interactiva y hacer un seguimiento individualizado del aprendizaje, es decir,
guiar y supervisar qué se hace y cómo se hace. Ambos elementos no son factibles
sin la presencialidad. A ello se suma que hay contenidos y habilidades
esenciales del curriculum que no pueden aprenderse ni evaluarse si no existe
relación física entre el alumnado y el profesorado, y del alumnado entre sí,
como la comunicación oral (en el idioma propio y en otras lenguas), la
educación física, el trabajo en equipo, la educación musical o la educación en
valores (gestión de las emociones, resolución de conflictos, etc.). Las
dificultades se agravan cuando niños y niñas necesitan una metodología
inclusiva con especialistas, materiales y entornos adaptados.
En segundo lugar,
la decisión de proseguir con el curso implica, de un día para otro y sin
preparación alguna, que todas las familias asuman nada menos que la educación
formal de sus hijos e hijas. En el mejor de los casos, esta solución está
diseñada para familias con condiciones materiales, tiempo y formación
suficientes como para llevarla a cabo. Sin embargo, la realidad es que la
mayoría carece de los recursos imprescindibles para realizar las funciones que
hasta hace unas semanas cumplía el sistema educativo.
En ese sentido, hay
muchos hogares donde los dos miembros de la pareja trabajan, ya sea fuera de
casa o con teletrabajo. En esos casos, niñas y niños pueden quedarse solos (si
son mayores) o ser cuidados por otras personas, lo que dificulta enormemente su
acompañamiento académico. En otras situaciones en las que sí es posible lo que
faltan son habilidades tecnológicas, capacidad pedagógica o unas condiciones
materiales apropiadas.
El derecho a la
educación incluye la garantía y provisión gratuita de los recursos necesarios
para el aprendizaje. La situación actual fulmina este derecho porque, y doy
solo algunos datos, el 18% de la infancia vive en un hogar con problemas de
humedad o aislamiento, el 13% no tiene ordenador en casa, el 11% pasa frío en
invierno de forma cotidiana, el 10% no dispone de Internet, el mismo porcentaje
no cuenta con el espacio necesario y el 5% carece de luz suficiente. En
conjunto, cuatro de cada diez niñas y niños vive en un hogar sin condiciones
adecuadas para el estudio, limitaciones que se agravan de forma dramática en
aquellos hogares con pocos ingresos (ver gráfico). Si los recursos influyen de
forma determinante en el aprendizaje en condiciones normales, es seguro que en
un contexto de confinamiento influirán mucho más.
Por último, la
mayor parte del sistema educativo no está preparada para afrontar un cambio tan
profundo de forma tan rápida. Existe una evidente carencia de metodologías y
contenidos adaptados a una enseñanza online de calidad, faltan
plataformas que garanticen un buen funcionamiento para todo el alumnado y no
podemos soslayar que una parte de los docentes carece de las competencias
requeridas o, incluso, de la tecnología necesaria en sus propios hogares.
Con todo lo
anterior no estoy diciendo que no sea conveniente que los niños lean, trabajen,
estudien y se enriquezcan en este tiempo de encierro. Al contrario: es lo
deseable. Pero carece de sentido pretender que el curso puede seguir con
normalidad. Nadie debe verse perjudicado por esta situación y el sistema
educativo debe tratar de mantener su función compensadora de las desigualdades.
En un contexto como el actual, el planteamiento debería ser priorizar las
necesidades del alumnado desaventajado, en lugar de diseñar soluciones irreales
para él.
De acuerdo con esta
lógica, lo deseable sería, primero y mientras dura la suspensión de las clases,
ofrecer recomendaciones adaptadas a la realidad de las familias, con el fin de
consolidar lo aprendido, y detener la impartición de contenidos nuevos. Los
docentes, en lugar de estar pendientes de avanzar con la materia a distancia,
podrían poner el énfasis en contactar con todas las familias y asegurarse de
que les llegan las recomendaciones, pero quitando la presión de cumplir a
rajatabla lo propuesto. Aun así, hay que asumir que habrá familias a las que
los docentes no podrán llegar.
En segundo lugar,
deberíamos anticipar los efectos de este parón en el alumnado, para
compensarlos a posteriori. Existen muchas formas de hacerlo, pero la principal
es redoblar los recursos docentes para apoyar de forma personalizada a quienes
que se hayan visto más perjudicados educativamente por el confinamiento. No
queda otra opción que navegar en la incertidumbre, lo que implica trabajar en
diferentes escenarios de fecha de retorno a las aulas e, incluso, de nuevos
confinamientos en el medio plazo. Cualquiera de ellos representa una crisis
educativa sin precedentes que exige adaptar los recursos, las metodologías y
los calendarios escolares, con el objetivo de que todo el alumnado, sin
excepción, pueda seguir aprendiendo.
Por Jesús Rogero
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