Si pensamos en “Calidad Educativa”, llegaremos a las ideas que dan sentido a la existencia de las escuelas. Uno de los aspectos más importantes está referido a los aportes para la construcción de una sociedad democrática. En esta publicación, los autores nos dan una respuesta a las preguntas.
Educar en la ciudadanía es uno de los propósitos más
mentados en los currículos y programas oficiales de las últimas décadas, como
demanda asociada a la construcción de una cultura democrática y la
consolidación de instituciones republicanas. La escuela es el espacio público
que tiene la tarea específica de construir lo público. En ella convergen los
intereses del Estado con los de múltiples actores sociales y comunidades culturales,
con la expectativa de que allí se recreen las posibilidades de la vida en
común. Sin embargo, tal demanda no tiene ni ha tenido connotaciones unívocas.
Enarbolan la formación ciudadana tanto los enfoques
civilistas, que pretenden que los estudiantes se adapten al mundo tal como lo
encontraron, sin objetar sus reglas ni proponer alternativas, como los enfoques
hedonistas, que pretenden que toda la sociedad se acomode a las ganas y los
caprichos de las nuevas generaciones.
Desde el punto de vista de los Estados, la educación
política alude generalmente a las prácticas pedagógicas que intentan cimentar
la cohesión de pensamiento y de acción de una sociedad determinada; es decir,
generar las representaciones y los hábitos sociales que garantizan gobernabilidad.
En América Latina, el surgimiento y la expansión de los sistemas educativos, en
el siglo XIX, estuvieron estrechamente relacionados con esta expectativa. Desde
el punto de vista de la sociedad civil, en cambio, la educación política se
reclama, con frecuencia, como herramienta de resistencia al Estado y alude a
los aprendizajes en el ejercicio del propio poder, a partir de entender que
muchos discursos operan en cada sujeto y corroen sus elecciones (entre ellos,
el Estado, las tradiciones y el mercado). Esta demanda se ha expresado
generalmente en las objeciones y alternativas al sistema educativo dominante,
aunque también ha sido asumida por parte del Estado desde los tiempos de la
transición democrática. Esta presentación, esquemática, permite advertir
algunas tensiones en juego. Los enfoques críticos, que no procuran inducir el
ingreso de las nuevas generaciones a una trama institucional predefinida ni
dejarlos a la deriva, proponen someter a juicio las bases de sustentación del
orden político vigente. En tal sentido, la educación ciudadana se plantea una
reproducción consciente y constante de las reglas de juego democrático, hecha
al amparo del Estado pero no sometida a él. En las décadas recientes, esta
enseñanza crítica se pregona con insistencia en los propósitos y fundamentos
curriculares, aunque subyace el civilismo adaptativo en muchas propuestas
didácticas y prácticas docentes.
La concreción de esos propósitos en la dinámica formativa de
las escuelas es compleja y difusa. En tal sentido, uno de los debates de más
largo aliento es la modalidad de inserción curricular de la educación
ciudadana: ¿debe ser una tarea transversal, que comprometa toda la experiencia
escolar, o un espacio curricular específico, con contenidos claramente delimitados
de las demás asignaturas? En la reforma educativa argentina de los años 90,
predominó el enfoque transversal con alusión a nuevas cuestiones de la agenda
pública (educación ambiental, en el consumo, en la salud, en la sexualidad,
vial, etc.), que habían llegado a las escuelas a través de bibliografía
pedagógica española, reforzada por la presión de organizaciones gubernamentales
y no gubernamentales que pugnaban por introducir sus propuestas en la enseñanza. Muchos
proyectos de este tipo se han desarrollado entonces y continúan actualmente
vigentes en las escuelas. En muchos casos, el interés por una o varias
temáticas transversales, por parte de una escuela o equipo de docentes, suscita
un compromiso particular con cada problema (el medio ambiente, el tránsito, el
consumo, etc.), pero suele presentarse desgajado de los fundamentos más
generales de la formación política de los estudiantes. En algunos casos, es
posible observar un compromiso moral y voluntarista con temas de la agenda
pública, que sería conveniente revisar para avanzar hacia planteos más
complejos sobre el ejercicio de la ciudadanía.
En Argentina, aquellas provincias y niveles que conservaron
o han retomado la definición de un área o materia específica le dedican un
horario reducido, que refleja la escasa relevancia que se le asigna, en
comparación con otros espacios curriculares. Hay una matriz curricular que
trasciende las gestiones y las épocas, que supera incluso las murallas de la
escuela y que asigna importancia relativa a cada campo del saber. En esa
maqueta canónica, algunos saberes son fundamentales e indispensables, mientras
que otros resultan accesorios o superfluos. ¿Qué ocurre con la educación
política? Algo muy curioso: sucesivas gestiones le han dado un peso
significativo a la definición de los programas oficiales y cada golpe de Estado
tuvo su correlato en cambios de denominación de esta materia (sobre todo en la
escuela media); como contrapartida, estudiantes, familias y buena parte de los
docentes le asignan una importancia reducida: la educación ciudadana es vista
frecuentemente como una asignatura menor.
Ahora bien, ¿qué tipo de inserción curricular es más
conveniente? La respuesta no es sencilla, aunque la experiencia indica que la
decisión de transversalizar, en lugar de dar prioridad a estos propósitos
formativos, los ha diluido. Por otra parte, hay conocimientos y habilidades
específicas de la ciudadanía que requieren tiempo de enseñanza y orientaciones
didácticas particulares cada vez menos presentes en las aulas. Parece
conveniente una solución combinada, que dedique un espacio específico, al menos
en algunos tramos de la escolaridad, y mantenga el carácter transversal: en
otras asignaturas, en el funcionamiento institucional, en el vínculo de las
escuelas con organizaciones de la sociedad civil. En tal sentido, varias
jurisdicciones han avanzado hacia la inclusión de experiencias de intervención
comunitaria en la propuesta curricular de la escuela media. El desafío es, al
mismo tiempo, cimentar un prestigio renovado para este aspecto de la formación
escolar, ensalzado en los discursos formales y frecuentemente menospreciado en
la práctica cotidiana de las aulas.
De modo semejante, los contenidos de la educación ciudadana
han sido objeto de debates y controversias desde los orígenes de los sistemas
educativos nacionales. Con un derrotero sinuoso, los espacios curriculares que
han dado cabida a esa función política de la escuela no siempre se mantuvieron
estables ni bajo el mismo nombre. Esta inestabilidad en la denominación, como
efecto de los avatares institucionales del siglo XX y la expectativa de cada
gestión de apropiarse de los contenidos de dicho espacio, han dificultado
sensiblemente la construcción de una tradición de enseñanza y un cuerpo teórico
que le dé sustento pedagógico. Eso explica, también, la escasa circulación de
las experiencias y buenas prácticas entre diferentes países o aun dentro de un
mismo país, que lleva a que los fundamentos curriculares y enfoques didácticos
de la educación ciudadana se hayan desarrollado bastante menos que otros
campos. En términos generales y de modo esquemático, podríamos decir que la
educación ciudadana reúne (o debería reunir) cuatro componentes:
• El componente sociohistórico provee las herramientas para
comprender la sociedad en que vivimos y nuestro lugar en ella. La educación
ciudadana recurre a la historia, a la geografía, a la sociología, a la
antropología y a la economía para dar cuenta de los problemas actuales de la
sociedad y proveer categorías de análisis de la realidad.
• El componente ético alude a la deliberación sobre
principios generales de valoración y la construcción de criterios para actuar
con justicia y solidaridad. La educación ciudadana recurre a la filosofía para
someter a crítica los juicios sobre la realidad social y fundar
argumentativamente las expectativas de cambio social.
• El componente jurídico remite al análisis de los
instrumentos legales que regulan la vida social. La educación ciudadana recurre
al derecho para identificar los principios normativos que rigen la sociedad y
su expresión en legislaciones de variado alcance.
• El componente político refiere a la reflexión sobre el
propio poder y las posibilidades de intervención colectiva en la transformación
de la realidad social. La educación ciudadana recurre a la teoría política para
analizar las alternativas y herramientas de participación en la esfera pública.
Los cuatro componentes se solapan e implican de diversos
modos, pero creemos necesario deslindarlos y destacar la necesidad de cada uno
de ellos, pues ha habido vertientes pedagógicas que enfatizaron unos en
desmedro de otros o, directamente, dejaron de lado alguno de ellos. En
Argentina, se dio énfasis al componente ético durante los años ‘90, mientras
que, en los años recientes, se ha dado relevancia creciente al componente
político. El componente jurídico, relevante en las décadas previas, se mantiene
en un plano secundario en los enunciados curriculares recientes. Tanto el
componente político como el sociohistórico suelen despertar discusiones en los
medios masivos de comunicación, como ocurrió a comienzos de 2011, cuando se
insertó la asignatura “Política y Ciudadanía” en el currículo bonaerense. Se
trataba, en definitiva, de discutir cuán asépticos o contextuados podían ser los
contenidos prescriptos.
¿Podemos pedirle neutralidad a la educación ciudadana? Nunca
la enseñanza es neutral y este es seguramente el menos neutral de los
contenidos. La neutralidad absoluta no sólo es imposible, sino que también es
indeseable, particularmente en estas circunstancias. El silencio ante los
conflictos y la evasión de las controversias no parece ser una herramienta
adecuada para formar ciudadanos dispuestos a la participación activa y al
ejercicio del poder popular. Sin embargo, tampoco es deseable una orientación
curricular sesgada por el oficialismo de turno, sino orientaciones compatibles
con una amplia gama de vertientes de pensamiento, sobre la base del Estado de
Derecho. Los principios democráticos deberían constituirse como límites de la
polifonía en el aula, sin ahogar el pluralismo que enriquece y potencia al
conjunto. La educación escolar debe tomar posición para recrear las bases
culturales de la
participación. Es necesario avanzar hacia una educación
política que dé cabida a la formación argumentativa, al análisis de discursos
divergentes sobre la realidad social, a la búsqueda de criterios comunes y
mecanismos de validación de consensos, aparte del reconocimiento de actores
diferentes que pujan por intervenir en la actividad pública. Este desafío no
sólo concierne a los enunciados formales sino, fundamentalmente, a su
traducción en criterios y propuestas didácticas específicos.
En términos generales, podemos decir que enseñar es generar
condiciones para que otro aprenda, ofrecer las señales o los signos que
permitirán a los estudiantes comprender la realidad y operar sobre ella.
¿Cómo se enseña en y para la ciudadanía? Sin caer en
generalizaciones infundadas e injustas, presentamos algunas reflexiones
asentadas en la observación de tendencias y prácticas frecuentes. Advertimos
que, en más de un caso, la escuela promueve poca reflexión y, en ocasiones,
obtura la posibilidad de plantearse desafíos intelectuales.
Creemos que enseñar ciudadanía implica, entre otras cosas,
animarse a formular preguntas y pensar en el aula, sin tener todas las
respuestas. Se trata de recortar situaciones del mundo que nos permitan pensar
desde los cuatro componentes mencionados: ¿qué ocurre?, ¿qué sería justo que
ocurriera?, ¿qué herramientas legales tenemos?, ¿cómo construimos poder para
intervenir? Es desde el análisis de las situaciones y de los problemas de la
realidad que podemos pensar alternativas de superación. En el enfoque didáctico
que proponemos, este tipo de preguntas invitan a problematizar cada situación y
construir argumentativamente algunas respuestas posibles. Se trata de entender
la enseñanza como un espacio de provocación cultural. En sociedades
fragmentadas, desiguales e injustas, las experiencias sociales suelen ser
acotadas y aisladas: cada cual mira el mundo desde su punto de vista y
desconoce otras perspectivas y modos de mirar. La escuela tiene la
responsabilidad de proponer experiencias diferentes de los recorridos
extraescolares, mostrar facetas ocultas y habilitar nuevas interpretaciones de la realidad. La escuela
puede ayudar a superar las memorias parciales y las geografías sectoriales,
abriendo horizontes que el entorno cultural de cada uno ha tendido a cerrar.
Eso permite confrontar posiciones y marcos explicativos frente a los hechos.
Del mismo modo, pensar en el aula ofrece oportunidades para valorar. Frente a
una enseñanza moralizante que suele consistir en dar conclusiones predigeridas
y evitar que los estudiantes enuncien sus apreciaciones, se trata de afrontar
el desafío de dar a valorar, generando un espacio para construir juicios de
valor. Enseñar en y para la ciudadanía significa habilitar al sujeto político
que cada estudiante ya es para que tome posición frente al mundo y proyecte los
modos de transformarlo y transformarse en él. Una educación ciudadana de
carácter emancipatorio incluye la crítica y el cuestionamiento, la construcción
argumentativa de horizontes hacia los cuales avanzar y el ensayo de criterios y
mecanismos para la marcha. ¿Cuánto de estos desafíos se ha ido instalando en la
experiencia concreta de las aulas? ¿Cómo hacerlos realidad en las escuelas?
Entre muchos otros, no queremos dejar de mencionar un factor imprescindible,
aunque claramente no suficiente: debemos investigar en qué contextos didácticos
específicos los alumnos construyen conocimientos relevantes para su formación
política, a fin de producir mejores condiciones para afrontar la enseñanza de
estos saberes y prácticas en la escuela.
Finalmente, el trabajo escolar descansa sobre los hombros de
docentes que también expresan tensiones en la comprensión y valoración de su
tarea. Desde los años 80, durante la transición democrática, aumentaron
sensiblemente las expectativas de transformación del orden social a través de
la participación y el voto popular, lo cual favoreció la renovación de
contenidos en las lecciones de civismo. Sin embargo, a poco de andar, las
instituciones fueron mostrando su endeblez y su falibilidad: si las
generaciones emergentes de la última dictadura habían aceptado con excesiva
confianza las promesas del retorno a la vía constitucional, pronto
descubrieron, con espanto y dolor, que la democracia no puede reducirse a un
conjunto de dispositivos de representación y que puede transformarse en una
ilusión impotente si no hay una práctica colectiva, sostenida y pertinente, de
participación política. Tres décadas más tarde, la sociedad argentina no parece
haber alcanzado estándares satisfactorios de justicia e integración social. Los
docentes que hemos sido educados en condiciones de desigualdad y exclusión,
¿podríamos generar condiciones para el cambio social desde la enseñanza? La
respuesta sólo puede ser afirmativa si incluimos nuestros propios procesos de
aprendizaje, de revisión de creencias y hábitos heredados a veces sin crítica.
En definitiva, se trata de invitar a pensar lo político, el único camino de
construcción de ciudadanía, pues sabemos que la escuela, por sí sola, no va a
cambiar la sociedad, pero la sociedad no se transforma a sí misma si no se
despliegan y movilizan procesos culturales cuya mecha la escuela puede encender
desde la enseñanza.
Autores
Isabelino Siede
Consultor de la Licenciatura en Enseñanza de las Ciencias
Sociales para la
Educación Primaria de la UNIPE.
Alina Larramendy
Directora de la Licenciatura en Enseñanza de las Ciencias
Sociales para la
Educación Primaria de la UNIPE.
1 comentario :
Qué hermosa y emocionante entrada!!!
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Te he dejado un reconocimiento!!! Felicidades!!!!
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