Simón Rodríguez tenía claro que las nuevas repúblicas nacidas de las antiguas colonias españolas debían resistirse a la tentación de trasplantar las instituciones de la democracia liberal que ya Estados Unidos se empeñaba en preconizar como un modelo universal.
“La
América española es original. Originales han de ser sus Instituciones y su
gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro”, escribió este maestro
adelantado a su época. “Nos parece que podemos adoptar sus instituciones sólo
porque son liberales, sin tomar en cuenta aspectos geográficos, históricos,
étnicos, religiosos ni tampoco las diferencias en cuanto a ideas, creencias y
costumbres”.
El
rasgo visionario del gran docente caraqueño se pone de manifiesto en que, dos
siglos después, sus advertencias siguen siendo pertinentes. Hemos pasado
doscientos años dirigidos –salvo escasas excepciones– por clases políticas que
han tratado de establecer en nuestras naciones mestizas e irredentas los
sistemas políticos del Norte, como si se tratara de una franquicia o de la
sucursal de una corporación. Quienes han tratado de buscar vías propias, como
las planteadas por el hombre que se hizo llamar Samuel Robinson, han pagado
caro su osadía. La Venezuela de este siglo puede confirmarlo.
Para
Rodríguez, no solo debíamos evitar la imitación del modelo político
estadounidense porque éramos distintos, sino también porque era un mal ejemplo.
Lo ilustró, como corresponde a su condición, magistralmente. Dijo que “Estados
Unidos presenta la rareza de un hombre mostrando con una mano a los reyes el
gorro de la Libertad, y con la otra levantando un garrote sobre un negro, que
tiene arrodillado a sus pies”. Contundente en su irreverencia, se preguntaba
qué tipo se libertad y democracia podía ser esa en la que solo los blancos
tenían derechos.
Rodríguez
no era de los que critican solo hacia afuera. Fue un cuestionador profundo de
la educación que se impartía en la Caracas de finales del siglo XVIII,
justamente por ser excluyente por motivos raciales y sociales. Para él, los
niños y adolescentes con acceso a la educación (una absoluta minoría), tenían
como maestros a gente sin formación pedagógica, mientras los programas de
estudio eran conservadores y controlados por la Iglesia. Mientras tanto, la
gran mayoría no contaba siquiera con esa precaria posibilidad de aprender.
Propuso
crear más escuelas en las que se recibieran a niños pardos, negros e indios.
Todos los institutos educativos debían tener maestros profesionales que
cobraran un salario justo, en jornadas de seis horas y con materiales
didácticos idóneos. Infortunadamente, si se diera una vuelta por el presente,
comprobaría que aún hoy sus propuestas siguen estando vigentes.
Más
allá de las reivindicaciones que pedía, Rodríguez era también un adelantado a
su tiempo en el campo mismo de la teoría pedagógica.
Los
estudiosos de sus planteamientos no dudan en calificarlos como revolucionarios,
comparables con las ideas que muchos años después postularían los grandes
filósofos de la educación, entre quienes se puede mencionar a Paulo Freire,
Jean Piaget y Lev Vigotsky, con la diferencia de que ellos tuvieron la ventaja
de los estudios universitarios y la investigación académica, en tanto nuestro
Robinson, por decirlo de alguna forma, tocaba de oído.
Y
es que Simón Rodríguez aprendió en carne propia acerca de la segregación
educativa. Por ser un niño expósito (aunque las “redes sociales” de la época
aseguraban que era hijo del sacerdote Alejandro Carreño) no tuvo la oportunidad
de realizar estudios universitarios, que entonces eran privilegio de los
jóvenes de familias de linaje.
A
pesar de no haber tenido esa formación, tanto él como su hermano, Cayetano
Carreño, fueron destacadas figuras de sus respectivas especialidades. Cayetano
fue uno de los mejores músicos venezolanos de su tiempo, mientras Simón (que
nunca quiso usar el apellido del cura Carreño), es reconocido hoy como un
referente de la filosofía educativa.
Los
méritos de este gigante de la teoría docente han quedado en segundo plano, al
menos en el relato histórico que muchas generaciones conocimos, opacados por el
hecho de que Rodríguez fue maestro del niño Simón Bolívar, una tarea que, según
parece, no era nada sencilla porque el muchacho era un rebelde de nacimiento.
También
es notable su rol en el episodio casi mítico del juramento de Bolívar en el
Monte Sacro, en agosto de 1805, luego de que maestro y estudiante volvieron a
reunirse en Europa y pudieron presenciar diversos acontecimientos noticiosos de
la época, incluyendo la coronación de Napoleón. Eran los años de génesis del
proceso independentista y Bolívar tenía tan solo 22 años y se encontraba
abatido por la temprana muerte de su esposa, María Teresa del Toro Alayza.
Algunos
historiadores, que a veces gustan de actuar como aguafiestas, han puesto en
duda que ese momento haya ocurrido de la manera que lo conocemos, pero se ha
hecho muy difícil el desmentido, especialmente después de que Tito Salas, el
gran pintor de toda la iconografía de Bolívar, pusiera la escena en uno de sus
lienzos.
De
lo que sí no hay dudas es del valor fundamental que el Libertador le otorgó a
su profesor y amigo, que queda extraordinariamente resumido en la frase: “Usted
formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo
hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló (…) Puede usted figurarse
cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que usted me ha
dado, no he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que
usted me ha regalado”.
No
pudo ejecutar su obra
Como
tantos precursores de grandes ideas y proyectos, Simón Rodríguez murió sin ver
cristalizada su visión de la educación universal, pública, libre, obligatoria y
financiada por el Estado.
Durante
la etapa colonial no pudo avanzar porque debió huir del país, tras verse
relacionado con la conspiración de Gual y España. Una vez que triunfó la
República, Bolívar quiso encargarlo nada menos que de la estructura educativa
que había de fundarse en la Gran Colombia, convencido como estaba de que “moral
y luces son nuestras primeras necesidades”. Pero, como en tantos otros temas,
los ideales del Libertador no eran recibidos con entusiasmo por otras figuras
emergidas de la Independencia.
Ni
siquiera el fiel y bondadoso Antonio José de Sucre aceptó a Rodríguez para
guiar la política educativa de la recién nacida Bolivia.
Las experiencias de aplicación práctica de sus principios tropezaron con la
incomprensión y terminaron en fracasos.
El
hombre que quería enseñar oficios útiles a los estudiantes, basándose en la
práctica y en la disposición a innovar, hubo de dedicarse él mismo a otras
actividades a lo largo de un periplo por el continente que nunca incluyó un
retorno a Venezuela y concluyó en Perú. Con el mismo fervor fundó escuelas y
fábricas de velas. Y con fina ironía, haciendo un juego de palabras, llamó a
una de esas pequeñas factorías “Luces de América”.
Por:
Clodovaldo Hernández
Fuente:
http://ciudadccs.info/2020/10/29/perfil-simon-rodriguez-visionario-en-politica-y-educacion/
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