Entrevista a Octavio Falconi (*)
—¿Qué
puede decir la investigación educativa acerca de lo que ocurre con las
prácticas vinculadas a la evaluación?
—Los
escasos estudios existentes muestran que, tomando como referencia la Ley de
Educación Nacional de 2006, en resoluciones, diseños curriculares y otras
normativas menores, se comienza a proponer la idea de “evaluación en proceso”,
como herramienta para reorientar las prácticas, a fin de acompañar y fortalecer
el aprendizaje de los estudiantes Allí también hay una intención de distinguir
entre evaluar, calificar, certificar y acreditar. Pero, a su vez, por la propia
lógica organizativa de la secundaria —que es el nivel en el que me focalizo—,
donde cada profesor tiende a trabajar independientemente de los demás (aunque
haya construcciones colectivas), el alumno o la alumna debe acreditar y
promover, por separado, 10 o 12 espacios curriculares. En consecuencia, su
trayectoria se va fragmentando y se dificulta reconstruir su desempeño general.
—¿Y
cómo impacta eso?
—Más
allá de que los docentes han producido cambios en la forma de evaluar y
calificar y que hay intentos más estructurales, como el nuevo régimen académico
(NRA) y la unidad técnica pedagógica (UTP), por construir una mirada global del
desempeño del alumno; el dispositivo escolar de la secundaria hace que la
asignatura aislada —y de cuánto contenido se ha apropiado el o la estudiante—
sea el parámetro para evaluar. Nuestra hipótesis es que, por el volumen de los
diseños curriculares, los docentes interpretan que deben enseñar (casi) todo lo
que allí aparece, si no, se sienten en falta. Entonces, muchos alumnos,
sobre todo en el Ciclo Básico, no pueden sostener ese ritmo de trabajo y
acreditación en todas las asignaturas y, por cuatro, terminan quedándose de
año. No digo que no sea importante focalizar en el conocimiento disciplinar.
Desde el Ministerio Provincial se está intentando acotar esa referencia en los
contenidos “irrenunciables” y en las capacidades.
—¿Qué
otros desafíos hay para lograr una mirada integral de la trayectoria escolar?
—Se
está corrigiendo la estructura trimestral de las calificaciones, que implica
que un docente, con 30 horas y un espacio curricular de tres, tenga 10 grupos,
300 alumnos por semana: al trimestre, son 700 calificaciones, por año, 2000.
Con el NRA se propone evaluar en dos momentos del año, sin promediar en la
primera etapa y apreciar de manera global los desempeños de los estudiantes.
Pero, aun así, el dispositivo demanda un enorme esfuerzo para sostener la
escolaridad de los y las estudiantes. A su vez, en los espacios de trabajo
interdisciplinar, a veces, no se termina de comprender que la evaluación
también se debe acordar entre todos. Hay una cultura institucional y una
estructura laboral que siguen permeando y traccionando las prácticas y lleva
tiempo modificarlas. Paralelamente, el imperativo de inclusión, que se
desprende de la obligatoriedad, cambió notablemente, tanto la forma de trabajar
en el aula —que se volvió más intensa, en tanto atiende cada una de las
singularidades y trayectorias— como las de evaluar y calificar.
—¿En
qué sentido?
—En
las investigaciones aparece que para sostener en la escolarización a los
alumnos de sectores populares —no es exclusivo de ellos, pero sí son los que
más dificultades tienen con la organización escolar—, los docentes construyen
propuestas de enseñanza para que trabajen dentro del aula, porque es
infructuoso pedir que lo hagan en el hogar. La clásica prueba de desarrollo de
saberes, estudiados previamente, produce fracasos masivos: hay que buscar
nuevas estrategias para que esa sea la referencia de la calificación. El mérito
de la apropiación del saber y su comprobación se desplaza hacia el esfuerzo y
la responsabilidad en el trabajo continuo del contenido enseñado. A su vez, hay
una pérdida de eficacia simbólica de la sanción formal —que el sistema trata de
evitar por ser expulsiva— o del aplazo para disciplinar, que ya no produce un
compromiso hacia el estudio. La obligatoriedad genera que el docente les haga
realizar producciones a sus alumnos, para construir la calificación. En tiempos
pasados, si el alumno no trabajaba tenía un aplazo y no era responsabilidad del
docente.
—¿Qué
genera eso?
—
A los docentes y a los investigadores se nos vuelve opaco reconocer cuánto se
apropian del saber, más allá de las prácticas propias del oficio de alumno
(aprender a leer, escribir, estudiar y trabajar dentro del aula). Se implementan
trabajos prácticos, mediados por la carpeta u otros soportes, y evaluaciones
situadas intraclases, como las denomino; pero cuando llega la hora de
calificar, cuesta ver los logros, en dos sentidos: en la apropiación cognitiva
del contenido trabajado y en la construcción del oficio de alumno. Aun teniendo
en cuenta el esfuerzo del estudiante y el acompañamiento del docente, a muchos
profesores se les viene el diseño curricular como referencia idealizada —si
trabajó todos los temas— y se desdibuja ese trabajo conjunto: terminan
evaluando con un parámetro tradicional de la relación entre volumen de
contenidos y calificación, y la consecuencia para muchos alumnas o alumnos es
terminar con un aplazo.
—¿Por
qué no se puede ver el esfuerzo, el punto de partida?
—La
forma escolar (principalmente la secundaria, por su parcelación) presenta
dificultades para plantear la evaluación como proceso y el reconocimiento
global del sujeto y su historia. La escuela tiene una lógica meritocrática,
individualizante, vinculada al contenido, que es difícil de transformar. A
través de la evaluación y la calificación, clasifica, diferencia y jerarquiza a
los individuos (el abanderado por promedio es uno de esos ritos de distinción).
Si no revisamos eso, está difícil construir propuestas de enseñanza donde se
valore la producción colectiva del saber, donde los espacios áulicos se vuelvan
comunidades de aprendizaje y lo importante sea la tarea solidaria y mancomunada
para resolver un enigma, una pregunta, un problema. El valor del trabajo
escolar es que el alumno genuinamente advierta que está aprendiendo,
modificando su subjetividad y su intelecto (en vez de la calificación para la
escuela, para el docente). Es un proceso de aproximaciones paulatinas y
sucesivas a los conceptos, capacidades e incluso, a la norma, según los puntos
de partida de cada uno.
—¿El
planteo es que haya evaluaciones ahora denominadas auténticas?
—Sí,
que sean como en la vida, para que haya una relación genuina con el saber: si
quiero resolver algo, tengo que darme cuenta cuál es el error, estudiarlo,
volver a leer, corregirlo. Eso generalmente ocurre en el trabajo con otros, en
el intercambio de puntos de vista, el debate, el disentimiento y supone dudas y
preguntas sin resolver. Ese proceso, donde el docente es promotor y sostén
principal, lleva tiempo: no se puede enseñar una enorme cantidad de contenidos.
Pero además de resolver situaciones problemáticas, la escuela no debería perder
el objetivo de que los estudiantes aprendan a estudiar, en tanto apropiación y
aprendizaje profundo de conceptualizaciones y conocimientos teóricos —a través,
tanto de lecturas sistemáticas y por placer, como de producciones estéticas—
para comprender la complejidad de lo humano y los fenómenos del mundo.
—Además
de poner al alumno a resolver situaciones de la vida real y estudiar ¿cómo se
logra que los chicos quieran aprender?
—No
es un asunto sencillo convencer a cada uno de los alumnos y en grupos numerosos
que, todos los días y todo el tiempo, hagan las tareas escolares dentro del
aula. Antes la institución escolar era impersonal, cada quien valía por su
logro y esfuerzo. Si alguien no podía o no quería, no era problema de la
escuela, al menos de la secundaria, que no era obligatoria ni considerada un
derecho. Hoy hay que lograr adhesión emocional, porque la cercanía personal
produce sinergia y potencia el trabajo con el saber: uno siente deseo de
aprender, si está en un lugar agradable, hay empatía y confianza con el otro,
un propósito conjunto y una emoción de hacer eso juntos. Si no logramos esos
climas, difícilmente la evaluación deje de estar asociada a la individualidad y
a la calificación. No obstante, la escuela, con su matriz administrativa y
burocrática, tiene la obligación de comunicar los logros a alumnos y familias.
El docente tiene que resolver la calificación y en condiciones de trabajo
masivas y en una matriz aún rígida, no le queda otra que poner estimativamente
un número, aunque se pueda tramitar con una mirada global y atendiendo las
particularidades. A la vez, los docentes también necesitan el apoyo de sus
colegas y de otros profesionales en su tarea de enseñar y evaluar.
—¿Cómo
o qué debería calificarse, entonces?
—Una
producción, un trabajo colectivo —donde cada uno aprende, corrigiendo sus
errores y mejorando su hacer y el del colectivo— con un sentido y un propósito
comunicativo final. Eso todavía nos falta. Hay mucho de aprendizaje fáctico, de
reproducción de datos, de un saber rutinario. Para cambiar las formas de pensar
la evaluación y la calificación tenemos que repensar los procesos de enseñanza
y para eso necesitamos otro modo de organizar la escuela y el saber escolar. Al
educador se le hacen demandas en una estructura curricular que lo aísla, con
una contratación laboral que solo paga las horas frente a curso, con aulas con
escasos materiales y equipamientos. En consecuencia, las condiciones, el
volumen de trabajo, la cantidad de alumnos, lleva a una economía del trabajo:
los docentes usan la estructura de la organización escolar a su favor, tratando
de minimizar el desgaste, lo cual es bastante razonable. Hay que ver cómo
logramos que la escuela, que también es una organización laboral, no arrastre a
una economía de trabajo que termine reproduciendo formas que no queremos que se
sigan desarrollando.
(*)
Doctor en Ciencias Sociales, coordinador del Área de Educación del CIFFyH
(Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades), director
de Cuadernos de Educación, profesor de Didáctica General y de
Problemáticas de la Investigación Educativa, de la Escuela de Ciencias de la
Educación, FFyH, UNC.
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