martes, abril 30, 2013

El pluralismo como valor y fundamento de una democracia participativa

¿Cómo debemos entender la Escuela Pública hoy? ¿Es posible hacer aportes para una comunidad más democrática y participativa? ¿Qué significa “neutralidad antes que beligerancia”? ¿Qué valores necesita asumir el profesorado? ¿Es posible librarnos de la manipulación? ¿Qué debe promover una educación en valores?

La cuestión de cuál es el horizonte que tiene marcado la educación en valores es una de las constantes del debate educativo. Su porqué, su fin y la idea de Bien que esta debe perseguir son los elementos determinantes que condicionan la tarea educativa de cualquier profesional de la educación que se dedica al asunto.

Otra vez nos encontramos con una versión liberal sobre el tema. Defender que somos seres libres y autónomos con cierta capacidad de razonamiento significa apostar por la persona. En último término, cada persona es la única responsable a la hora de buscar la verdad de las cosas y, lo que resulta más importante, es ella la que decide qué verdad o concepción de Bien defiende. Es conveniente indicar que este respeto a la persona y a su capacidad electiva está presente en no pocos encuentros entre profesores y alumnos. Cada vez más, el profesor de hoy no se considera, ni tampoco es considerado, como alguien que tenga autoridad absoluta para dictaminar el horizonte moral hacia el que vale la pena que sus alumnos se dirijan. A lo sumo, puede y debe sugerir o proponer, porque se le atribuye cierta altura moral y cierta capacidad de razonamiento. El avance en este sentido es considerable, pues implica renunciar al adoctrinamiento moral, propio de épocas felizmente superadas (Adorno). La educación en valores debe planificarse de tal manera que sea la persona la que llegue a una conclusión acerca de cómo debe obrar, aunque en ocasiones incluso sea al margen de lo que ella desea o quiere. Nuevamente, nos encontramos con el imperativo categórico kantiano. La educación pública debe mantenerse en la neutralidad, antes que apostar por la beligerancia, para que los alumnos se conviertan en los electores de su propia matriz de valores.

A grandes rasgos, podemos identificar tres tipos de neutralidad. La primera es la que se concibe como la exclusión de ideales o concepciones de Bien, que sería la que algunos han llamado ‘neutralidad justificatoria’ (Kymlicka). En este caso, la escuela, y los docentes que la conforman, no pueden plantear ninguna educación sobre ninguna concepción de Bien, ni pueden actuar sobre ninguna base que permita a los alumnos perseguir un ideal de Bien en concreto. Según el segundo tipo, la neutralidad también puede ser limitada, lo cual, dicho sea de paso, hace que resulte más beligerante que la anterior. En este caso, no se puede apostar por una opción moral si eso significa aumentar la probabilidad de que los alumnos se adhieran a ella antes que a otras, es decir, no se puede dar ventaja a ninguna de las opciones morales posibles. Por último, en una tercera versión, se puede concebir una neutralidad comprehensiva o consecuencialista, que implicaría asegurar que todos los alumnos tienen la habilidad para perseguir y promocionar la idea de Bien que ellos elijan. La escuela no debe ser el lugar en el que se transmitan a los alumnos determinados valores, mucho menos si provienen de opciones religiosas o teológicas.

Sin embargo, los críticos  comunitaristas tienen  otra visión sobre este  punto, pues sí que defienden la transmisión de una noción de Bien, sea cual sea, siempre y cuando sea una noción que articule los valores de cada comunidad social y cultural. De acuerdo con sus ideas, la autonomía en la elección del horizonte moral no acaba de explicar el hecho de que seamos personas con valores (Thiebaut). Se puede pensar que las personas somos seres morales porque pertenecemos a determinada comunidad moral y, especialmente, porque se nos ha transmitido un determinado horizonte moral que no fue elegido por nosotros mismos (Taylor). Aparece aquí una posible solución a uno de los desiderátums más conocidos de la educación en valores: el que hace referencia a la formación de personas auténticas (Taylor). La educación en valores que pretende que las nuevas generaciones de ciudadanos estén formadas por personas con cierto grado de autenticidad debe presentar a los alumnos determinados horizontes de significados morales que orienten hacia el Bien de la comunidad y que, en cualquier caso, les permita a cada uno de ellos descubrir su propia originalidad sobre la base de dichos horizontes morales. El ideal de autorrealización o autoconocimiento (Puig) sin horizontes externos de significados morales puede ocasionar, como se puede comprobar en entornos claramente relativistas, algo así como una cultura del narcisismo (Lipovetsky). Si no hay referentes morales externos, el referente es uno mismo. En este sentido, la educación en valores no debe ir tanto en busca de la persona, sino de aquello que la puede impulsar hacia la mejor versión del yo, es decir, de los valores de referencia que están ubicados en los horizontes externos de significado moral. ¿De qué sirve que el docente atienda al alumno en su individualidad si no le guía hacia donde debe dirigirse desde un punto de vista moral?

El ideal de la autonomía personal, además, presenta otro problema estrechamente vinculado a la educación en valores. Se puede afirmar que el proyecto moral posmoderno ha tenido la pretensión de formar ciudadanos autónomos, personas que no se sintieran invadidas por agentes morales externos, personas que, en definitiva, no se sintieran manipuladas; sin embargo, y al mismo tiempo, la posmodernidad se ha convertido en una realidad con una elevada dosis de manipulación. No en vano, la necesidad humana de hacerse presente conlleva cierto grado de manipulación.
No se puede educar en valores en el vacío ni en la desorientación más absoluta. Deberíamos pensar, por ejemplo, y tal y como apuntan algunos autores, en recuperar la idea de tradición (Arendt), no como algo obsoleto y arcaico, sino como aquella decisión históricamente desarrollada y socialmente incorporada que tiene que ver con los valores que la constituyen. El alumno debe sentirse libre en la tradición, en el ejercicio de las virtudes que la mantienen firme y en el abandono de aquellas que la debilitan. La educación en valores en la tradición o en la comunidad no es sinónimo de educar en la opción mayoritaria, pues, por ejemplo, la tradición también presupone la existencia de derechos individuales que afirman la separación entre lo privado y lo público. La educación en valores de hoy debe apostar por la transmisión de una serie de deberes cívicos que no tiene por qué entrar en conflicto con los derechos individuales. Además, y en todo caso, cualquier tradición o comunidad moralmente fuerte y razonable reconoce los derechos individuales de sus ciudadanos. La educación en valores de hoy podría situarse en una posición liberal y perfeccionista, en la que se entienda por perfeccionismo algo no excluyente y por liberal algo no escéptico (Raz).
La educación en valores debe promover el pluralismo. Este concepto implica algo más que respeto, tolerancia y que, incluso, tolerancia activa. El pluralismo es el valor que nos permitirá profundizar en estilos de vida democráticos en un plano familiar, escolar, social, laboral y comunitario así como en la construcción de una comunidad global más justa y equitativa. Apostar por el pluralismo como valor fundamental y base de la democracia significa apostar por un proyecto de educación en valores basado en criterios de justicia; aunque también en el reconocimiento del otro y en el valor del cuidado, en el reconocimiento de la memoria como una fuente buena y válida para la construcción de nuestra identidad y en la defensa y profundización de estilos inclusivos de convivencia intercultural y de construcción de ciudadanía. Una sociedad que entienda el pluralismo como valor y que reconozca que todas las personas que la conforman están en igualdad de condiciones es una sociedad que, además de reconocer los derechos de ciudadanía a todos sus miembros, entiende que el concepto de ciudadanía es algo abierto y en construcción. Consecuentemente, el profesorado y la escuela no pueden ser neutrales de ningún modo ante tales valores. Deben ser beligerantes y deben serlo respetando los mismos valores y principios que defienden y procuran (Trilla).

Educar en valores es en buena parte una tarea logística y consiste esencialmente en crear condiciones (Martínez). La persona es sujeto de derechos, deberes y sentimientos. La escuela, pues, debe ofrecerle recursos para que sepa exigir sus derechos, asumir sus deberes, sentir moralmente, participar activamente en la comunidad de la que forma parte, reconocer al otro como interlocutor válido para buscar lo justo y construir su vida buscando la felicidad en su comunidad (Martínez). La tarea de educar en valores consiste, en primer lugar, en crear condiciones que fomenten la sensibilidad moral en aquellos que aprenden, para que constaten y vivan los conflictos morales del entorno tanto físico como mediático. En segundo lugar, y a partir de la vivencia y análisis de las experiencias que como agentes, pacientes u observadores puedan generar en nosotros los conflictos morales de nuestro contexto, educar en valores y para la ciudadanía ha de permitir superar el nivel subjetivo de los sentimientos y, mediante el diálogo, construir de forma compartida principios morales con pretensión de universalidad. Y en tercer lugar, debe propiciar condiciones que ayuden a reconocer aquellas diferencias, valores y tradiciones de la cultura de cada comunidad que favorezcan la construcción de consensos en torno a los principios básicos mínimos de una ética civil o de una ciudadanía activa, que son el fundamento de la convivencia en sociedades plurales y democráticas.



Autores
Martínez Martín, M., Esteban Bara F. y Buxarrais Estrada, M. R.
En  ESCUELA, PROFESORADO Y VALORES
Revista de Educación, número extraordinario 2011, pp. 95-113

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