A partir del
informe de la Unesco, aprender a convivir comienza a ocupar un lugar entre las
preocupaciones de las políticas educativas y esta nueva preocupación excede la
perspectiva academicista de la concepción moderna que pensó la escuela. Tras el
profundo cambio de los marcos tradicionales de la existencia operados en los
últimos tiempos, el informe señala que surge una nueva obligación, que nos
exige aprender a vivir juntos; esta obligación conlleva la necesidad de conocer
mejor a los demás, su historia y sus tradiciones. La señala como una
preocupación relevante y la enmarca como un aprendizaje para todos. A vivir
juntos, a convivir con otros, se aprende. Y la escuela debe comprometerse
sistemática y reflexivamente en este aprendizaje.
Esta
preocupación se alimenta además en la necesidad de apoyar el proceso de
desarrollo de los sistemas democráticos en nuestra región. La educación tiene
un papel importante en dar forma a las interacciones entre los ciudadanos, para
establecer valores y crear las condiciones que hagan posible instalar una
cultura democrática, que ayude a la gobernabilidad. Para
ello es necesario traspasar el currículo centrado en la educación cívica, en
conocimientos y deberes, para transitar a otro en que la cultura ciudadana se
centre en la participación y la responsabilidad. Es la escuela la que puede
instalar un círculo virtuoso.
La educación
tiene el potencial de lograr que la democracia se afiance en la base cultural
de la sociedad, y esta es una posibilidad que no se debe desperdiciar. El
desafío es establecer un círculo virtuoso entre institucionalidad política
democrática y cultura política democrática a través de la educación.
La
instalación de estos procesos ha tenido un gran avance en los países de la
región y, si bien, por un lado, puede ser considerada como consolidada
-especialmente en su aspecto de elección democrática-, por otro, tiene lugar
junto a la persistencia de un atraso significativo en la ciudadanía civil y
social, que se manifiesta, entre otros muchos aspectos, en un desigual acceso a
la justicia y a la equidad, donde la exclusión de gran parte de la población es
una realidad y un dato en permanente crecimiento. Para su transformación se
necesitan ciudadanos activos, participativos y educados en la cultura
democrática; necesitamos una convivencia reflexiva y hasta contracultural, que
fortalezca un protagonismo relevante en su relación con los procesos de
construcción de ciudadanía. Como lo manifiestan distintos enfoques, la
democracia misma requiere de ciudadanos capaces y educados para influir sobre
ella. Justamente, Giovanni Sartori 3
describe la democracia como una
idea y señala que, a diferencia de las dictaduras -a las que caracteriza como
fáciles, pues nos caen encima solas-, las democracias son difíciles y, para su
vigencia efectiva, tienen que ser promovidas y creídas. Esta concepción recoge
lo postulado por varios autores que piensan la democracia como forma de vida y
no solo como forma de gobierno, lo que implica la necesidad de una ciudadanía
activa, protagonista de los asuntos relacionados con el bien común.
El sistema
democrático se apoya en la participación, entendida como acontecimiento
voluntario, para que todas las voces de los ciudadanos puedan estar representadas,
a fin de tomar las decisiones más justas y convenientes en función del bien
común. Sin esta participación, la legitimidad de las instituciones decae y no
se constituyen en representantes genuinas de todas las voces. Pero, como fue
señalado, esto no se alcanza con una ciudadanía formal, asentada en una
educación cívica con conocimientos sobre la constitución, las leyes, los
poderes del Estado y los deberes del ciudadano, como recogían los programas
educativos desde los comienzos del sistema educativo. Prevenidos de que la
instauración de la democracia no se agota en el funcionamiento formal de las
instituciones y de que una cultura democrática con valores específicos
enraizados en la vida cotidiana es aún más un proyecto que una tarea cumplida,
los sistemas educativos comienzan a reformular el acompañamiento desde la
escuela y apostar fuertemente para pasar de una educación cívica a una
educación para la ciudadanía, que requiere la ampliación misma de esta noción a
otros aspectos sociales, políticos y culturales.
La
antropóloga mexicana Rossana Reguillo Cruz advierte que los tres
aspectos que reconoce Marshall en la ciudadanía (legal, política y social)
presentan, en los hechos, terribles y dolorosas exclusiones, desigualdades e
injusticias. Mientras la dimensión civil incluye por definición a todos los
miembros de un territorio nacional, plantea que las evidencias empíricas
señalan la extrema vulnerabilidad de ciertos grupos sociales frente al Estado
nacional, por ejemplo los indígenas o los jóvenes. En el plano de la llamada
ciudadanía política –agrega la situación no es mejor. Si esta dimensión se
define por el derecho a la participación en los asuntos de interés colectivo,
donde lo electoral es su piedra angular, está ampliamente documentado que en
este nivel se agravan los procesos excluyentes, al dejar fuera del ámbito de
las decisiones y de las participaciones a los sectores más vulnerables. La
capacidad de estos sectores se ve reducida, en general, a la organización
partidista y corporativa, que no logra admitir la esfera de las diferencias
como elemento sustantivo para la decisión y la participación política. Señala
que quedan así invisibilizadas las cuestiones de género y etnias, identidades
juveniles entre otras. El voto, de esta manera, se convierte en una herramienta
de legitimación y no de transformación. La ciudadanía social es, sin duda, la
más golpeada de todas estas dimensiones. Hay consenso en considerar que en
muchos países latinoamericanos las políticas económicas fortalecieron la lógica
del mercado y debilitaron al Estado, reduciendo al mínimo las políticas
públicas destinadas a brindar el acceso a ciertas garantías sociales. La
pobreza y las precarias condiciones de salud pueden ser leídas como síntomas
del repliegue del Estado, que abandona a su suerte a los sectores más
vulnerables. Como bien pone en evidencia Reguillo Cruz, el pleno desarrollo de
la ciudadanía muestra aún aspectos que deben ser contemplados, si pretendemos
una instalación plena de los procesos democráticos.
De acuerdo
con las consideraciones anteriores, se asume que uno de los más grandes
desafíos del contexto de la crisis de la modernidad es la profundización de la
democracia, a partir de su radicalización, como sostiene Jürgen Habermas, es
decir, por un reclamo de más democracia y no de menos. Para esto, parece
fundamental la creación de procedimientos que garanticen una participación
autónoma y racional, como también instancias y espacios deliberativos y de toma
de decisiones, que permitan incorporar en estos procesos a amplios sectores de la sociedad. Sin lugar
a dudas, para que esta concepción de ciudadanía democrática participativa tenga
plena vigencia en América Latina y no resulte ficticia, la formación ciudadana
que debe brindar la escuela se convierte en un genuino reto.
En este
marco, la convivencia entre adultos y niños y jóvenes, concebida como el
dispositivo que constituye la institución educativa en su espacio social
específico, hace posible el aprendizaje del patrimonio cultural y social por
parte de las nuevas generaciones y se muestra singularmente potente para que
los alumnos puedan acceder a una cultura ciudadana, que promocione los valores
democráticos, la participación y la responsabilidad.
Promocionar los valores que estarían en la base para conformar
sociedades democráticas y plurales, puede ser un importante vector para
orientar la función de la
escuela. Y no hay manera de realizar esto si no es
aprendiendo a vivir con otros, lo que conlleva vivir experiencias de
acercamiento, de diálogo, de encuentro y desencuentro en el marco de un
conjunto básico de valores y normas que hagan posible esa convivencia.
Extraído de
El desafío de la
convivencia escolar: apostar por la escuelaAlicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores
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