Tal como desde este blog se señaló que el concepto de "Calidad Educativa" tiene muchos significados, y se trata de una idea política, en el sentido que afecta los intereses individuales, dentro de esos significados, es posible afirmar que "Gobernabilidad es Calidad Educativa". Publico en este post la tercera y última parte de Educación gobernabilidad democrática y gobernabilidad de los sistemas educativos, cuyos autores son Manuel de Puelles Benítez y Raúl Urzúa Fradermann, donde trata sobre la democracia en Iberoamérica
La gobernabilidad de los sistemas educativos
Qué entender por gobernabilidad de los sistemas educativos
La gobernabilidad de los sistemas educativos, del mismo modo que la aportación de la educación a la gobernabilidad democrática, no ha sido hasta el presente un tema con lugar propio en la literatura específica, si bien problemas como los conflictos escolares, la idea de un consenso básico en educación, la preocupación por la ineficiencia de los sistemas educativos, la cuestión de la desigual distribución del saber entre la población o la participación de la comunidad educativa en el gobierno y administración de los centros docentes, han sido, y siguen siendo, objeto de especial atención por los especialistas. Por otra parte, desde la aparición de los sistemas educativos nacionales en el siglo pasado, la gobernabilidad de estos sistemas no ha dejado nunca de estar presente, con mayor o menor fuerza. La educación moderna se ha configurado, desde sus inicios en el siglo XIX, como una institución pública, esto es, como una institución que, sin perder su vertiente privada, afectaba a una esfera muy amplia de sujetos y de instituciones -padres, alumnos, profesores, grupos sociales organizados, iglesias, medios de comunicación y autoridades políticas-. Desde entonces, los sistemas educativos se fueron delimitando como un ámbito de acción pública en el que se entrecruzan derechos diversos, intereses distintos y políticas diferentes, lo que equivale a decir que los sistemas educativos, al mismo tiempo que se han ido consolidando, no han dejado de ser un ámbito público de difícil gobernabilidad.
La gobernabilidad de los sistemas educativos se refiere, dentro del marco democrático en que hoy se desenvuelven, a la capacidad para atender las demandas y las necesidades de educación tanto de la población escolar como de la sociedad, así como a la aptitud para resolver los conflictos internos que se producen en su seno. Desde la perspectiva de las demandas, ya se ha hecho referencia anteriormente a la existencia de un doble requerimiento que hace énfasis al mismo tiempo en valores individuales y en valores colectivos o societarios: encontrar el equilibrio entre ambos tipos de valores es posiblemente el reto más difícil que tienen hoy los sistemas educativos. Desde el punto de vista de las necesidades, la segmentación de la población, los índices de analfabetismo que aún persisten y el alto grado de pobreza que registran todavía hoy muchos países del área, refuerzan la necesidad inexcusable de los sistemas públicos de educación. Finalmente, nadie niega hoy la presencia de los conflictos en los sistemas educativos; precisamente de lo que se trata es de identificarlos, encauzarlos y resolverlos. Cuando la naturaleza de los conflictos es tal que los sistemas educativos se vuelven ingobernables, entonces el conflicto escolar suele desbordar sus fronteras intrínsecas y producir un conflicto externo que inevitablemente aparece sobre la mesa de los respectivos gobiernos, pudiendo desembocar incluso en un problema importante para la gobernabilidad democrática de los países.
Del mismo modo que la gobernabilidad democrática se apoya fundamentalmente en la legitimidad de la representación política, en la capacidad o eficiencia del sistema político para resolver los conflictos y en la participación de los diversos actores en el propio sistema, la gobernabilidad de los sistemas educativos aparece condicionada por la existencia en su seno, o no, y en qué grado, de los principios de legitimidad, eficiencia y participación.
Legitimidad y educación
Un sistema educativo es considerado legítimo en función de la confianza que el propio sistema crea, bien porque es capaz de responder a las demandas y necesidades sociales que hacia él se dirigen, bien porque es capaz de resolver los conflictos que en su interior se producen, bien por ambas cosas. En todo caso, la legitimidad se basa en la capacidad de infundir confianza, lo que supone que todos los actores que intervienen en el mundo de la educación prestan su adhesión a una serie de principios y valores que informan socialmente a los sistemas educativos de todos los países. Para ello es preciso alcanzar un consenso básico, en mayor o menor medida, sobre las grandes cuestiones que esos principios y valores revelan.
Entendemos por consenso el producto de tres factores: una coincidencia sobre aspectos nucleares o fundamentales de la organización de la educación; un talante negociador asentado en el respeto a la pluralidad, fuente y razón de la democracia moderna; y un procedimiento de toma de decisiones que cuenta con la participación de los sectores interesados o afectados. El consenso incluye, pues, un interés y un núcleo básico comunes, pero no excluye el disenso, que es el nervio central de la vida política democrática. Pero el disenso hace referencia siempre a cuestiones que, aun siendo importantes, sustantivas y considerables, no afectan a los aspectos básicos o capitales de la vida política determinados por el consenso.
El consenso en educación supone que las cuestiones nucleares quedan fuera del enfrentamiento electoral, permitiendo así la continuidad de la acción de gobierno, la persistencia de los recursos y la permanencia de las estrategias de reforma educativa a medio y largo plazo. Obviamente, este consenso básico sólo será posible si la educación se convierte en una cuestión nacional de alta prioridad, en un asunto de Estado. En la actualidad, las circunstancias del área han obligado a muchos gobiernos a realizar reformas educativas profundas, pero «las transformaciones educativas deben ser políticas de Estado, ejecutadas a largo plazo, por encima de las coyunturas y con la mayor participación de todos los sectores políticos y sociales. Deben implicar metas nacionales de manera que su continuidad programática y financiera esté garantizada. Deben procurar acuerdos y consensos que den base de sustentación a los cambios que se realicen».
Entendemos que un consenso nacional sobre la educación debería considerar, con mayor o menor intensidad, la realización de acuerdos básicos sobre los siguientes aspectos: contenidos, destinatarios, organización, financiamiento y responsables de la educación.
Hablar de los contenidos que hay que transmitir nos conduce al problema del currículo. Preguntarse qué enseñar incluye interrogarse sobre la producción y distribución del conocimiento que los sistemas educativos deben garantizar de cara al siglo XXI, en el que ya estamos; entraña preguntarse, asimismo, sobre las demandas sociales de toda la población, no sólo de las elites o de las tecnoburocracias. La respuesta a todo ello conduce a la elaboración de un diseño curricular mínimo de alcance nacional, con independencia de la organización, centralizada o descentralizada, de la educación. El posterior desarrollo del currículo mínimo sería un objetivo de las diferentes políticas educativas, territoriales o no.
El problema de los destinatarios ha sido, y en cierta medida sigue siéndolo, una cuestión crucial: a quién enseñar. Se trata de armonizar la presencia histórica de dos grandes principios, ambos necesarios pero muchas veces considerados como antagónicos: libertad e igualdad. Hoy, sin embargo, el planteamiento tiende a conciliar los efectos de la libertad de la enseñanza con las exigencias que se derivan de la igualdad (todos tienen derecho a la educación): enseñanza libre, sin duda, pero sin producir por ello una desigual distribución del saber y del conocimiento; calidad de educación, ciertamente, pero estándares mínimos de calidad para todos, esto es, hay que conjugar el difícil equilibrio de la apuesta por la calidad con la equidad social. Estas son, efectivamente, cuestiones nucleares que de no resolverse adecuadamente pueden poner en peligro la legitimidad y la estabilidad de los sistemas educativos y, por tanto, su gobernabilidad.
La organización escolar (cómo enseñar) no es un problema adjetivo o un problema menor: hace referencia a los tipos de escuela y de universidad que necesitamos para hacer frente a los retos actuales de un mundo sin fronteras, cada vez más influido por la revolución tecnológica. Supone también superar el modelo de escuela napoleónica que ha imperado durante casi dos siglos, autoritaria y elitista, y sustituirlo por una escuela democrática y participativa, es decir, un espacio público que hace de la participación de la comunidad educativa en el gobierno y administración del centro docente el eje de la organización escolar. Supone, finalmente, hacer de la escuela el nervio central de los sistemas educativos, lo que implica acuerdos básicos sobre el contenido y límites de la autonomía escolar (pedagógica, económica y administrativa).
Los recursos a aplicar responden siempre a la pregunta qué gastar y son en todos los países una cuestión cardinal en la definición y en la ejecución de las políticas. Pero de lo que se trata ahora es de llegar a un acuerdo básico sobre la siguiente proposición: si la educación es considerada como un asunto público de alta prioridad, entonces los gobiernos deben asegurar presupuestariamente esa prioridad, deben fijar el lugar de la política educativa dentro del conjunto de las demás políticas sociales, en el bien entendido que no basta incrementar el gasto público en educación -«gastar más»-, sino que hay que aumentar también la eficiencia del gasto -«gastar mejor»-: la rendición de cuentas se convierte así en un elemento inseparable de la política del gasto.
Las responsabilidades públicas sobre la educación deben someterse también a un gran acuerdo nacional. Hay que repensar, una vez más, las relaciones entre el Estado y la sociedad (iglesias, sindicatos, empresarios, comunidad escolar). Afirmada la pluralidad como una de las bases de los regímenes democráticos, la pretensión del Estado al monopolio de la enseñanza, en la medida en que lo hubo, pertenece ya al pasado. Hoy se reconoce en todas las democracias la vertiente privada de la educación y, por tanto, el papel de la iniciativa social en la satisfacción de necesidades de educación, con independencia de la mayor o menor calidad de los servicios que presta. Pero las exigencias derivadas del principio de igualdad se siguen dirigiendo hoy hacia el Estado, porque éste sigue siendo también el único poder que puede contrarrestar la desigual distribución del conocimiento en las sociedades actuales. Es el principio de igualdad el que en educación reclama la figura del Estado garante, un Estado que ha de asegurar el derecho de todas las personas a la educación -mediante la escolarización obligatoria y gratuita en la educación básica y mediante una política de puertas abiertas de la educación secundaria y superior-, un Estado que ha de avalar unos estándares mínimos de calidad y una distribución no desigual de los saberes. Especial consideración merece, pues, el problema de las relaciones entre educación e igualdad, porque no se trata sólo de contrarrestar las desigualdades que el propio mercado produce, sino también de evitar que la escuela sea en sí misma una fuente de desigualdades educativas. Para alcanzar estos fines, las políticas educativas deben integrarse en el marco más amplio de las políticas sociales, económicas y tributarias de los países. Para ello es preciso recuperar la centralidad del Estado y el rol simbólico que en el pasado tuvo, so pena de renunciar a la función compensatoria que sólo los poderes públicos pueden realizar.
Para el logro de estos acuerdos los procedimientos no son una cuestión menor. Hay que delimitar claramente los actores sociales y políticos (ministerios de educación, autoridades regionales y locales, sindicatos de profesores y de empresarios, asociaciones de padres y de alumnos, iglesias, medios de comunicación, organismos internacionales, organismos no gubernamentales, partidos políticos). Hay que precisar bien los asuntos susceptibles de acuerdo y hay que acordar calendarios aceptados por todos los actores. Y, sobre todo, hay que articular espacios públicos para la discusión y debate de los temas centrales.
Eficiencia y educación
Los sistemas educativos no sólo tienen que ser legítimos, también tienen que ser eficientes, capaces de responder a las demandas educativas de la sociedad. La eficiencia supone, sin duda, una buena administración, una buena gestión de los recursos, pero la eficiencia es algo más; es ante todo una categoría política: alude a la capacidad de los sistemas educativos para responder a las necesidades cognoscitivas, morales y simbólicas de la población escolar y de la propia sociedad. La eficiencia no se reduce, pues, a la mejora de las técnicas de administración de recursos, aunque obviamente lo incluye.
La eficiencia como categoría política comprende también una administración capaz de poner en ejecución las políticas públicas de educación. Las reformas educativas promovidas en nuestros países no siempre han atendido suficientemente al factor administrativo. Ahora bien, no se trata de ampliar sin más las organizaciones administrativas ni de introducir técnicas sofisticadas -mayor complejidad administrativa no es sinónimo de eficiencia-, sino de aportar una mayor racionalidad a las organizaciones evitando las disfunciones orgánicas, la duplicidad de aparatos, la superposición de ámbitos competenciales y, en definitiva, el exceso de órganos estatales. Tampoco se trata de identificar gestión de la educación con gestión empresarial, omitiendo la especificidad de las instituciones educativas y el lugar central que debe ocupar siempre el proceso escolar.
Muchos de los países del área están inmersos en procesos importantes de descentralización. Conviene resaltar que la descentralización, sea administrativa o política, o reúna ambas características, refuerza la gobernabilidad de los sistemas educativos desde el punto de vista de la eficiencia, no sólo porque descongestiona los ministerios de educación, agobiados por innumerables problemas, permitiéndoles atender a las cuestiones verdaderamente importantes que afectan a la generalidad de la nación, sino también porque facilita la gestión de los asuntos al entregarlos a unos poderes locales que por su proximidad pueden conocerlos y resolverlos mejor y con más prontitud. Todo ello con independencia de los lazos, evidentes, que unen los términos descentralización y participación, de los que nos ocuparemos después.
La eficiencia en la gestión de la educación reclama una mayor atención a la cualificación del personal propio de administración, en especial a la formación de administradores de la educación (que debe tener un tratamiento específico y no una pura adaptación de las técnicas propias de la empresa privada). Implica también no menospreciar los problemas propios de la gestión, atender a la planificación educativa e implantar un sistema de evaluación de la misma organización administrativa. Una administración de la educación, en el marco de un régimen democrático, debe contar, además, con funcionarios permanentes, es decir, con administradores profesionales no sometidos a los vaivenes de los legítimos cambios de gobierno.
Especial consideración merece la gestión de los recursos humanos. El profesorado no debe ver en los ministerios de educación a sus «enemigos potenciales», sino a los proveedores de recursos, apoyos y políticas. Las grandes exigencias que la sociedad presenta hoy a nuestro profesorado no pueden cumplirse sin una política firme y sostenida de apoyo permanente por parte de los poderes públicos. Esto supone revisar las políticas de formación docente, y con ellas a las mismas escuelas de formación del profesorado, sin descuidar por eso la promoción de auténticas políticas de perfeccionamiento o formación continua de los docentes.
Las políticas de formación y perfeccionamiento del profesorado no bastan. Exigen ser completadas por una política dirigida a la profesionalización de los docentes. Elementos imprescindibles de esta política son la dignificación de los salarios -hoy erosionados hasta límites imposibles en muchos países- y la mejora de las condiciones laborales. La conjunción de todas estas políticas logrará la formación de un profesorado consciente de su nuevo papel, no sólo transmisor de conocimientos sino sujeto activo de las reformas educativas, animador del proceso de enseñanza-aprendizaje e innovador en su propia aula.
Mejorar la calidad de la gestión de los recursos financieros es un presupuesto necesario de la eficiencia de los sistemas educativos. Hace ya algunos años que un notable especialista de la educación señaló que si las grandes empresas funcionaran con las pautas financieras que gobiernan los sistemas educativos, cundiría el pánico en Wall Street (y en el mundo entero) en muy pocas horas. La necesidad de una adecuada gestión financiera de los recursos económicos aplicados a la educación es posiblemente hoy más fuerte que en el pasado. La gestión de los recursos económicos no puede seguir siendo tan deficiente y artesanal como hasta el presente.
Pasada la edad dorada de las inversiones públicas en educación, cada día resulta más obvio que las políticas educativas, a la hora de allegar recursos, tienen que competir con las demás políticas sociales, en especial con las que detraen recursos para satisfacer necesidades como la sanidad pública, las pensiones o los gastos de protección social. Por otra parte, no siempre más recursos en educación suponen la eficiencia. Hay que garantizar el buen uso de los recursos, por lo que es preciso acudir a técnicas de supervisión del gasto; pero, sobre todo, hay que ser responsables del gasto, hay que introducir en los sistemas educativos la rendición de cuentas. Los ministerios responsables de los recursos públicos serán mas sensibles a las demandas de los ministros de educación cuanto más eficientes sean éstos en la gestión de los recursos económicos.
La eficiencia de los sistemas educativos exige la evaluación de resultados. La evaluación es considerada hoy como un elemento central para la mejora de la organización y del funcionamiento de los sistemas educativos. Para ello hay que evaluar no sólo a los alumnos, al profesorado y a los centros docentes, sino también a las organizaciones y a las políticas. La creación de sistemas nacionales de evaluación, dotados de la suficiente autonomía y de la necesaria cualificación técnica, puede ser un instrumento clave para la eficiencia de los sistemas educativos.
La investigación educativa ha solido ser, en la realidad de nuestros países, uno de los elementos de los sistemas educativos menos apreciado, una ocupación para estudiosos o teóricos a la que se dedican escasos fondos y a la que, en definitiva, no se le otorga reconocimiento social. Sin embargo, la creación de sistemas nacionales de información, basados no solo en la evaluación sino también en la investigación educativa, ha de permitir el conocimiento efectivo de la situación de los sistemas educativos, la comunicación entre el Estado y los actores sociales, los efectos reales de las políticas concretas, las bases positivas para la concertación con los actores sociales y, en general, la aportación de la información que haga posible la toma de decisiones con mayores garantías de acierto.
Participación y educación
La participación social es el tercer elemento que forma parte de la gobernabilidad de los sistemas educativos. Aunque la participación política nace con la democracia moderna, la participación social es más reciente. La aparición de los movimientos sociales después de la segunda guerra mundial ha dado fuerza a la participación social, que ha desplegado múltiples formas por medio de asociaciones ligadas al sindicalismo, al feminismo, a la ecología, a los consumidores, y que, en el campo educativo, ha puesto en primer plano la necesidad de las asociaciones de profesores, padres y alumnos.
La fuerza de la participación social estriba en su capacidad para reforzar la democracia en campos no estrictamente políticos, pero sí públicos -lo público no se reduce a lo estatal ni a lo social, sino que abarca a ambos-, pudiendo contribuir en alto grado a la gobernabilidad de los sistemas educativos. La participación social es el medio que puede llenar la brecha siempre existente entre la clase política, las elites directoras y la ciudadanía: los ciudadanos no sólo deben ser convocados a las urnas cada cierto tiempo, sino que también deben ser invitados a participar en los asuntos que les afectan directamente. Tal es el caso de la educación. Así lo han considerado los ministros de educación de América Latina y el Caribe, que han afirmado muy recientemente que es necesario «desarrollar mecanismos que faciliten la gestión participativa de las familias y el fortalecimiento de la escuela. Es necesario diseñar o fortalecer modalidades que permitan la participación de la comunidad en la gestión y el desarrollo o implementación de proyectos institucionales de las escuelas»20 .
La descentralización no se agota en transferir el poder de decisión a los poderes públicos que dependen del Estado. En educación, la descentralización no puede detenerse en los umbrales del aula si queremos que efectivamente los profesores, las familias y los alumnos participen activamente en el proceso educativo. Para ello es preciso descentralizar la gestión de la misma escuela y descentralizar el currículo, esto es, hay que devolverle a la escuela la autonomía que alguna vez tuvo y dar participación a la comunidad escolar en la elaboración del proyecto educativo de la propia institución.
La autonomía de la escuela debe ser administrativa, económica y pedagógica, dentro de los límites generales impuestos por el Estado. La autonomía de gestión implica robustecer la organización escolar, dotarla de medios y reforzar el papel del director del centro docente (atención preferente merece hoy la figura del director escolar en su labor de liderazgo de la vida de centro; para ello hay que replantearse su perfil profesional, su formación y su selección). La autonomía económica significa agilidad de los procesos administrativos y capacidad de maniobra, pero también responsabilidad por la gestión de los recursos públicos, es decir, rendición de cuentas. La autonomía pedagógica del centro docente supone la descentralización del currículo, esto es, la formación de un currículo básico nacional que pueda ser adaptado a las necesidades de la escuela mediante la formación del proyecto educativo institucional de cada centro docente.
La participación social en la educación se efectúa mediante la intervención de muchos actores, incluidos los poderes públicos. Pero no debe olvidarse que la escuela, si bien no es el único agente educativo, sí es la única institución cuya misión fundamental es educar a las nuevas generaciones. Por otra parte, la especificidad de las instituciones educativas no se resume ni se limita a asegurar la distribución del capital cultural, la socialización de los saberes o la producción del conocimiento, sino que las instituciones educativas constituyen el espacio público donde se crean, o no, las condiciones que facilitan la formación de una mentalidad democrática. La práctica democrática en las escuelas, tan necesaria para la formación de ciudadanos, tiene en la participación social uno de sus mejores instrumentos, pero esa práctica democrática debe traducirse en cambios en la relación profesor-alumno, en la adopción de metodologías activas que favorezcan la participación en los procesos de aprendizaje, en la creación de estructuras que encaucen la participación en la gestión diaria de la vida de las escuelas. De ahí que ocupe un lugar de excepción la comunidad escolar, formada fundamentalmente por alumnos, padres y profesores. La participación democrática de la comunidad escolar en los centros docentes puede, por sí misma, avalar el crédito de las instituciones educativas y mejorar la eficiencia de la organización de la educación.
La participación social en la escuela implica la incorporación activa de la familia al control democrático del centro docente, lo que lleva consigo un cambio de roles, tanto en los padres como en los profesores, cambio que no estará exento de tensiones y de conflictos. Igual sucederá con la participación de los alumnos. Es preciso, por tanto, que al mismo tiempo que se crean estructuras que faciliten la participación de alumnos, padres y profesores en la gestión de las escuelas, se delimiten también los fines y los contenidos de la participación.
La participación social de la comunidad escolar apunta, asimismo, a las políticas educativas. Ello se facilita, como ya quedó indicado, mediante estructuras organizativas que en la escuela integran a alumnos, padres y profesores, tanto en la gestión democrática del centro docente como en el desarrollo de los proyectos educativos de cada escuela, aunando así los términos descentralización y participación. Pero la participación social de la comunidad escolar no se detiene en el ámbito del centro docente sino que debe extenderse a todos los ámbitos territoriales en que se manifiestan los poderes del Estado. En ambos casos resulta necesario que la participación sea positiva, efectiva y de calidad. En estas tareas los ministerios de educación tienen un papel insoslayable de impulso, dirección y animación.
Los poderes del Estado tienen en un régimen democrático una misión inexcusable. No es sólo que les corresponda establecer el marco legal por el que debe canalizarse la participación social en la educación, sino que la gobernabilidad democrática y la gobernabilidad de los sistemas educativos demandan de los poderes del Estado políticas de fomento y de estímulo de la participación social en el ancho mundo de la educación (asociacionismo escolar, cursos de formación para la participación, constitución de consejos escolares, ámbitos territoriales de participación, etc). La falta de participación social, en una etapa de importantes reformas educativas, no sólo supone un déficit democrático porque no intervienen los diversos actores en algo que les afecta en grado sumo, sino que puede poner en peligro la viabilidad de las reformas y, consecuentemente, la gobernabilidad de los sistemas educativos.
Manuel de Puelles Benítez
es catedrático de Política de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España.Raúl Urzúa Fradermann es director del Centro de Análisis y Políticas Públicas (CAPP) de la Universidad de Chile y profesor titular de la Facultad de Sociología de dicha Universidad.
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