La política educativa es un campo de conflicto social. Sólo desde una visión tecnocrática u organicista puede pensarse que es un campo donde es fácil el consenso —al margen de donde una visión social es tan hegemónica que no deja espacio para las alternativas—. Una de las utilidades de los enfoques institucionalistas es que permiten mostrar cómo en cada país existe un modelo educativo que es el reflejo de conflictos y trayectorias económicas y sociales distintas.
La gente de izquierdas tiende a pensar que el
modelo escolar es un reflejo de la lucha de clases. Y en parte es cierto. La
implantación de una escuela pública universal fue en muchos países producto de
movimientos sociales igualitarios, enfrentados a poderes capitalistas que
preferían una clase obrera analfabeta. En muchos lugares esta pugna
capital-trabajo se solapó con una guerra entre religión y ciencia, entre
escuela y catequesis. La estructura de muchos sistemas educativos nacionales
refleja aún hoy este largo combate y este peso de intereses no enfrentados. No
es casualidad que entre los sistemas educativos más fragmentados y clasistas de
los países desarrollados figuren Reino Unido, Estados Unidos y España
(particularmente en estos dos últimos países la intromisión de las religiones
es más evidente).
La conquista de una educación pública universal es
una victoria indudable de las luchas por un mundo igualitario. Pero es sólo un
paso. Y gran parte de la política de la izquierda ha quedado limitada por esta
victoria y ha olvidado las limitaciones y los peligros de confiar en el sistema
educativo una buena parte de las políticas igualitarias. Sobre todo, cuando ha
aceptado que el papel del sistema educativo es ofrecer igualdad de
oportunidades a todo el mundo, olvidando tanto las desigualdades estructurales
con las que niños y niñas llegan a la escuela como el discutible igualitarismo
de una sociedad meritocrática. De ello se resienten no sólo las políticas
igualitarias, sino también la propia capacidad del sistema educativo para
generar individuos bien informados y con capacidad reflexiva.
El sistema educativo está condicionado por las
desigualdades sociales. Y, a la vez, tiende a reproducirlas. Un análisis
crítico del sistema educativo debe analizar tanto el contexto social en el que
opera como sus propias estructuras internas y funcionamiento.
Las desigualdades más obvias son las que tienen que
ver con la distribución de recursos. Tanto de la propia escuela (dotación de
equipamientos y profesores, material escolar) como de las familias. Este es el
campo donde las propuestas de acción son más fáciles de elaborar, aunque las
desigualdades siguen siendo en muchos casos injustificables. Así lo ha puesto
en evidencia la pandemia, al haberse querido imponer una enseñanza virtual a la
que una parte de la población no podía acceder por falta de medios informáticos
y buenas conexiones telefónicas.
Pero las desigualdades están también en las
distintas dotaciones culturales de las familias y recursos familiares de todo
tipo. Hay buenos estudios que encuentran una fuerte correlación entre el éxito
educativo y los hábitos culturales de las familias en aspectos como la cantidad
de libros en el hogar, la frecuencia de actividades de ocio cultural e incluso
el tiempo que dedican las familias a la conversación intergeneracional. Los dos
primeros elementos están claramente ligados a la posición social de las
familias, el tercero lo está además a otros elementos: desde el tiempo
disponible para el encuentro, hasta la riqueza de las relaciones sociales de
cada familia. La importancia de estos aspectos es crucial porque conecta la
experiencia educativa con el mundo externo, con la vida cotidiana. No es una
cuestión determinista pero sí fuertemente condicionante. Para muchos niños y
niñas el mundo de la escuela, lo que allí aprenden, es algo muy diferente a lo
que experimentan en su ambiente doméstico y en su entorno de barrio. Para
algunos la experiencia puede resultar fascinante pero para otros muchos no
tiene mucho sentido. Algo que expresan muy bien las alumnas de un instituto del
extrarradio parisino en la película La clase, al recordarle al
profesor de lengua que ellas nunca hablan en pluscuamperfecto.
Todo esto es conocido y abre la posibilidad de
políticas compensatorias, de un sistema educativo desigual en recursos para
favorecer la igualdad: recursos escolares, dotaciones de profesorado
especializado, becas… Y de la posibilidad de equilibrar en parte las
desigualdades culturales con una buena oferta de actividades en los barrios y
pueblos donde vive la gente menos culta, de generar contextos que reduzcan el
abismo entre la escuela y la vida. Hasta aquí hay mucho espacio de políticas
reformistas por recorrer.
Con ser importantes, estas cuestiones no agotan
todos los problemas que plantea el sistema escolar. Hay una contradicción
evidente entre una educación que en teoría debe fomentar de forma universal un
amplio bagaje cultural, una capacidad crítica y reflexiva, y un sistema social
jerárquico y tremendamente desigual. Un sistema social que es incapaz de
ofrecer a todo el mundo un contexto vital como el que promueve en teoría la
escuela. La forma como se salva esta contradicción es diversa. La más cruda es
la que ofrecen los sistemas educativos más clasistas: una educación segregada,
desigual para distintos colectivos sociales.
Pero hay otras formas más sutiles, igualmente
creadoras de desigualdad. Como el establecimiento de un sistema evaluativo en el
que unas personas siempre tendrán más ventajas que otras simplemente porque los
hábitos sociales desarrollados en sus familias y entornos son más próximos a
los estándares con los que son evaluados. Algo a lo que a menudo contribuyen de
forma inconsciente los propios profesores cuando tienen que trabajar con
criaturas de estratos desfavorecidos.
De hecho, la escuela tiende a evaluar sólo sobre
algunas materias, no evalúa sobre todas las formas de actividad social. Y al
hacerlo jerarquiza y promueve percepciones desiguales sobre el valor de cada
actividad. Yo lo aprendí de joven. Era seguramente el más negado de mis
compañeros en actividades manuales y deportivas. Mi memoria en cambio me
facilitó ser un buen estudiante y me dio acceso a la educación superior. Los
méritos de mucha de la gente de mi entorno en cuestiones como la habilidad
manual o su capacidad de desarrollar actividades de cuidados, que requieren
dominar un amplio campo de saberes y una elevada capacidad de empatía y tacto
social, nunca merecerán la misma evaluación. De ser todo el mundo evaluado en
todos los campos, la conclusión seguramente sería que cada cual es más capaz en
unas cosas que en otras y que no hay forma de establecer una jerarquía social
en función de las mismas capacidades.
Todos nos necesitamos. La imagen social que genera
el sistema educativo, en cambio, tiende a jerarquizar saberes, a sobrevalorar
las actividades asociadas al conocimiento abstracto y a minusvalorar el resto.
Tiende a legitimar las desigualdades sociales y a generar individuos que en el
tramo final del sistema educativo sienten que participan en una carrera
competitiva en la que pueden triunfar, creen tener méritos que la sociedad les
debe reconocer; y, por el contrario, otros que salen ya con el estigma del fracaso
para el resto de sus vidas. Después, la cosa es más complicada cuando el
sistema productivo no ofrece tanta cantidad de empleos de alto nivel, ni la
superación de fases educativas garantiza el éxito. A medida que ha crecido el
número de gente educada, se han multiplicado los mecanismos de selección y se
han prolongado las carreras educativas, reproduciéndose nuevas jerarquías en
las que juega un papel esencial la clase de origen.
Esta contradicción esencial tiene otras
consecuencias notables. Gran parte de la experiencia escolar se encuentra
dominada por las dinámicas competitivas y evaluativas, lo que, lejos de
fomentar un aprendizaje comprensivo y actitudes igualitarias y cooperativas,
provoca aprendizajes fragmentados y personalidades inseguras y competitivas.
Provoca también una visión de la educación más como
un mecanismo para acceder a privilegios sociales que como un espacio de
conocimiento y maduración personal. Y sobre esta percepción se construyen
nuevos mecanismos de selección social en el sistema educativo. La demanda de
elegir la escuela de los hijos, excepto para grupos muy ideologizados, es menos
una demanda sobre la calidad de la escuela —careciendo padres y madres, a
menudo, de criterios para evaluarla— que una elección sobre las relaciones
sociales que van a tener los niños. Gran parte del éxito de la escuela
concertada en nuestro país se asienta en este modelo de elección de un
mecanismo de exclusión social. Con el doble efecto de alejar a niños y niñas de
colectivos indeseados y de cargar a la escuela pública con una proporción
elevadísima de criaturas que necesitan de un soporte especial por motivos
diversos (lengua, problemas familiares, discapacidades). Se trata de una
demanda que se da especialmente entre las clases medias, pero que es también
visible en aquellos barrios obreros donde opera alguna escuela concertada. E
incluso es observable cierta diversificación entre las propias escuelas
públicas a través de sofisticados mecanismos de exclusión.
Los problemas de la escuela, el racismo implícito
que se esconde bajo la capa de excelencia cultural, la humillación que
experimentan muchos críos en el sistema escolar, las redes sociales que
protegen a unos y desamparan a otros, la mayor o menor capacidad de los
enseñantes en desarrollar prácticas inclusivas y enriquecedoras, el impulso
competitivo y la seguridad que genera el éxito escolar influyen de forma
importante en la construcción de la subjetividad individual. Y constituyen un
elemento central en la actual configuración de comportamientos de grupo. No es
sin duda el único factor, pero el papel que juega el sistema educativo debe ser
evaluado cuidadosamente a la hora de entender los comportamientos sociales que
explican las dificultades que atraviesa la cultura igualitaria —visibles
incluso en los comportamientos dominantes entre la “nueva izquierda”
post-marxista— y el auge de diversas corrientes reaccionarias.
A una reforma educativa no le podemos pedir que lo
resuelva todo. Ni siquiera que introduzca una reflexión crítica suficiente. La
reforma actual aborda sobre todo algunas cuestiones que tienen que ver con la
derecha tradicional (el papel de la religión en la escuela, los excesivos
privilegios de la concertada en España), pero deja en el aire buena parte del
desarrollo de un sistema educativo equilibrador de desigualdades y olvida todo
lo demás. Hay un problema de recursos, que no se desarrollan, y de compromiso
igualitario, que no existe más allá de los eslóganes electorales. Es un pasito,
pero poco más. Para poder hablar de pasos mayores se requiere, antes que nada,
generar una reflexión colectiva y un movimiento social: lo habitual para
conseguir cambios de gran calado.
Por: Albert Recio Andreu
Fuente: https://rebelion.org/educacion-e-igualdad/
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