Todo sistema educativo se basa en la ideología, en
la visión del mundo de quienes tienen el poder para imponerla. De ahí que la
salida más democrática sería poner en diálogo las diferentes visiones.
Llevo años dedicándome con entusiasmo a la
educación y lo hago porque continúan y crecen las propuestas educativas cuya
finalidad es conseguir clientes o creyentes, defender el statu quo,
las tradicionales relaciones de poder y el persistente orden del mundo.
Lo que hoy me mueve a escribir esta columna, es una
sensación repetidamente experimentada. Un discurso que siempre está ahí, a modo
de bajo continuo, que fija el funcionamiento de los sistemas escolares y que
cuando surgen otras voces que consideran y evidencian que “otra educación es
posible”, vuelven a tocar “a rebato” con todo el instrumental de la orquesta.
La mayoría de los sistemas escolares del mundo
siguen cimentados en las ideas expresadas por Platón sobre la selección de los
gobernantes de la República, a los que ya desde la infancia se les tenía que
inculcar una serie de principios, en función de las tres categorías posibles de
niños: de oro, de plata o de bronce.
Así como los principios del sistema de examen
imperial chino, que se practicó en la China imperial entre 606 y 1905. Estas
pruebas representaban el camino más corto para ascender en la escala social, lo
que se convirtió en un objetivo fundamental para los miembros de las clases
cultas, que acabarían marcando, con rasgos meritocráticos, las características
peculiares de lo que puede considerarse el ejemplo más centralizado y
absolutista de despotismo oriental.
De ahí que cada vez que se intenta cuestionar o
desafiar esas ideas en el campo de la educación, lo que se está haciendo es
cuestionar o desafiar este tipo de organización social, política, económica e
incluso tecnológica (entendiendo la tecnología no solo como el uso de aparatos
creados en otros lugares y para otros propósitos –lo que llevó a David Nobel
(1991) a denominar “The Classroom Arsenal”, sino las “formas de hacer” la
educación).
De ahí que cada vez que se intenta proponer un
sistema escolar en el que todos y cada uno encuentre su lugar para aprender,
aparezcan voces rasgándose las vestiduras alegando “que son experimentos y que
no se puede experimentar con la educación”, “que se baja el nivel”, “que no se
permite desarrollar el talento”, pero, sobre todo, “que no discrimina” y si no
discrimina ¿cómo vamos a “inculcar” que existen niños de oro, de plata o de
bronce?
Me he planteado una vez más estas reflexiones, a
raíz de las muy publicitadas declaraciones de la profesora e hispanista Inger
Enkvist, defendiendo la separación de los escolares por “capacidades”, incluso
por sexo y el competitivo y meritocrático sistema escolar de la China actual,
al considerar que “recompensa el esfuerzo” y ofrece un aprendizaje “óptimo para
cada uno de los alumnos”.
Sí, volvemos a estar ahí, cada cuál ha de estar en
su sitio para que siga imperando “el orden”. Inger Enkvist también argumenta
que los exámenes y reválidas son “necesarios y la mejor preparación” porque el
cerebro solo almacena “la repetición, la huella y para eso hay que oír, leer,
escribir y repasar”. Para ella, “sin repaso y sin concentración, que requiere
esfuerzo, no queda nada”.
Los que nos dedicamos a la práctica de la educación
sabemos de la importancia del esfuerzo, de tener en cuenta las características
de cada estudiante. Pero, para los que además de memorizar y repetir hemos
aprendido a pensar, a pesar del sistema educativo que sufrimos, aquí comienzan
las preguntas. ¿Cuál es el sentido del esfuerzo o el de ofrecer un aprendizaje
óptimo para cada uno de los alumnos, “justificar” el lugar social en el que se
les pone o fomentar el desarrollo de sus capacidades? Claro que es necesario
leer, escribir, repasar, concentrarse, memorizar…. Pero me falta el qué (quién
decide “el contenido” y su sentido, ya que el mismo tema puede abordarse
descontextualizado y desde una sola perspectiva o desde su contexto de
producción y las distintas miradas y controversias que puede llevar asociadas); el cómo (cómo se aborda con el alumnado,
desde la repetición memorística que acaba una vez realizado el examen, o desde
el sentido y la capacidad de establecer conexiones significativas que aumenten
la comprensión y el pensamiento de orden superior); el por qué (por qué elegir
un tema determinado y no los otros muchos que quedan fuera); el para qué (cuál
es su finalidad formativa, qué tipo de ciudadano se pretende contribuir a
formar).
Porque todo proceso educativo,
incluyendo “el tradicional” -que además ya sabemos los resultados que da-, es
“un experimento” para el alumnado, sin posibilidad de repetición. Porque todo
sistema educativo se basa en la ideología, en la visión del mundo de quienes
tienen el poder para imponerla. De ahí que la salida más democrática sería
poner en diálogo las diferentes visiones e intereses, en busca del bien común.
En este diálogo de múltiples
intereses, según The World Economic Forum, las tres
habilidades clave para encontrar trabajo en 2020 serán la capacidad para
resolver problemas complejos, el pensamiento crítico y la creatividad. Lo
curioso es que se proponga fomentar estas complejas capacidades “adiestrando”
al alumnado para que sepa manejar distintas herramientas para poder enfrentarse
a dificultades de muy diversa índole y salir airosos de todas ellas. ¿Nos
venden vinos nuevos en odres viejos?
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/03/02/seguir-pensando-repensando-sentido-la-educacion/
Por
JUANA MARÍA SANCHO
Docente e
investigadora en el Departamento de Didáctica y Organización Educativa de la
Facultad de Pedagogía
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