Como resultado de la
confluencia de diversos factores, los sistemas educativos afrontan nuevas demandas
y se han visto obligados a desarrollar nuevos modelos de actuación. Sobre todo,
se les ha exigido que acentúen su flexibilidad. Si el objetivo actual consiste en
proporcionar a todos los jóvenes, sin distinción de sexo, etnia u origen socioeconómico,
una educación común, equivalente, durante un largo período de tiempo (generalmente
desde los seis años hasta los dieciséis), resulta ineludible hacer hincapié paralelamente
en la atención a la diversidad.
En efecto, una educación que pretende ser común no puede concebirse
de manera uniforme, ni impartirse de forma idéntica para todos, sino que debe adaptarse
a la diversidad de situaciones, condiciones de partida, intereses y contextos. Por
lo tanto, las escuelas deben actuar en consonancia con esa diversidad, adaptando
su organización, su currículo y su modo de funcionamiento a las circunstancias cambiantes
en que se desenvuelven, esto es, aplicando el criterio de flexibilidad. Es lo que
ha dado en denominarse una nueva personalización de la acción educativa (OCDE, 2006).
La demanda de flexibilidad
ha repercutido directamente en la descentralización de los servicios educativos,
de un lado, y en el refuerzo de la autonomía escolar, de otro. No hay que confundir
ambos fenómenos, pues aunque estén generalmente relacionados son claramente distinguibles.
Así, existen Estados que han descentralizado notablemente la educación hacia las
regiones, comunidades o municipios y, sin embargo, continúan sometiendo a sus escuelas
a una regulación bastante rígida, como también se dan casos a la inversa. Considerada
la situación en conjunto, es evidente que la última década ha asistido a un intenso
movimiento descentralizador en el ámbito internacional, que también se ha dejado
sentir en los países iberoamericanos. El cambio así producido no ha dejado de
suscitar debates, pues en ocasiones la descentralización se ha entendido como un
traspaso del sistema escolar por parte del Estado hacia entidades territoriales
menores, sin ir siempre acompañado de los recursos suficientes y sin insistir en
la regulación estatal que debiera asegurar la prestación del servicio público de
la educación en condiciones de equidad. Pero, en términos generales, estos procesos
se han situado en el contexto de una tendencia más amplia que se ha extendido a
escala planetaria. En contraposición con lo que ha ocurrido con la descentralización,
el refuerzo de la autonomía escolar, aunque ha estado muy presente en el discurso
educativo, no se ha visto siempre acompañado de medidas que lo hiciesen posible.
Por lo tanto, hay que señalar que ambos fenómenos han sido asimétricos y no han
tenido necesariamente una evolución paralela.
El énfasis en la descentralización
y en la autonomía escolar ha tenido un efecto evidente sobre la expansión de la
evaluación educativa, como consecuencia del cambio que ha introducido en los modos
de control de la educación.
En los sistemas educativos uniformes y centralizados, el control
se basa en una combinación de tres factores: una producción normativa generalmente
reglamentista y detallada, que fija con precisión el marco de actuación de las escuelas
y del profesorado; una regulación minuciosa de los procesos escolares, sobre todo
en relación con el currículo que se debe desarrollar, los manuales que hay que utilizar,
los tiempos escolares que pautan la vida escolar y las agrupaciones del alumnado,
y la actuación de los servicios de inspección y supervisión educativa que aseguran
el cumplimiento de las normas establecidas.
Por el contrario, en
los sistemas más descentralizados o con mayor autonomía escolar, esos procedimientos
de control, sin perder totalmente su funcionalidad, han sido total o parcialmente
sustituidos por otros, basados fundamentalmente en la evaluación y el seguimiento
de los resultados obtenidos. A cambio de la relajación del detalle de la normativa
general y de la menor regulación de los procesos, las administraciones han pasado
a controlar más de cerca el rendimiento del sistema y de sus componentes. Es cierto
que la medición y la valoración de los resultados que obtienen los alumnos y las
escuelas son tareas complejas y que no están exentas de complicaciones, como se
plantea en otros capítulos de este mismo libro, pero ello no es excusa para no abordarlas.
Así pues, las autoridades educativas han comenzado a percibir la evaluación como
un instrumento útil para la administración y el control de la educación, y en consecuencia
la han fomentado. No hay que interpretar que el proceso haya sido plenamente coherente
o similar en todos los países, ni tampoco que se haya completado en todas partes,
pero, en términos generales, creo que la descripción anterior refleja adecuadamente
el cambio que se ha ido produciendo.
El lector reconocerá
este tipo de argumentación y su lógica subyacente, que enlaza flexibilidad con descentralización,
autonomía y evaluación, en la puesta en marcha de muchos sistemas nacionales de
evaluación educativa durante las dos últimas décadas. Este cambio ha provocado diversos
debates, relativos, por ejemplo, a la legitimidad de la descentralización y de la
evaluación como un nuevo mecanismo de control, a la complejidad de la evaluación
de los resultados escolares, o a la articulación entre currículo y evaluación, especialmente
en lo que se refiere al tratamiento que reciben las áreas menos susceptibles de
medición estandarizada. Las discusiones han sido en ocasiones intensas y cargadas
de sentido. Pero la conclusión, cuando echamos la vista al proceso desarrollado,
es que no han frenado la expansión de los sistemas nacionales de evaluación, seguramente
porque están bien adaptados a las nuevas demandas que se plantean a los sistemas
educativos.
Autor
Evaluación y cambio
educativo: los debates actuales sobre las ventajas y los riesgos de la evaluaciónAlejandro Tiana
En
Avances y desafíos en la evaluación educativa
Elena Martín
Felipe Martínez Rizo
Coordinadores
Metas Educativas 2021
No hay comentarios. :
Publicar un comentario