domingo, febrero 28, 2010

La expansión de la educación secundaria en América Latina ha sido resultado de un proceso de disputa de intereses socialmente contrapuestos

En asociación a la falsa idea de un consenso que articula las necesidades sociales en torno a la escolaridad, se ha generalizado la idea de que la expansión de los sistemas nacionales de educación ha sido, en las últimas décadas, producto de la confluencia de un conjunto de intereses que armonizaron milagrosamente entre sí. Por un lado, los gobiernos (sea cual fuera su signo u orientación ideológica) implementaron desinteresadas políticas públicas destinadas a atender una demanda creciente por educación, traducida en la incorporación progresiva en el sistema escolar de sectores tradicionalmente excluidos del mismo. Por otro, los mencionados sectores excluidos, avispados ahora sí sobre los méritos y beneficios que aporta el tránsito por la educación, comenzaron a demandar y exigir mayor acceso y permanencia en el sistema, convencidos de que el progreso podía estar a su alcance. Finalmente, un notable número de agencias internacionales, que hasta el momento fungían como bancos o entidades virreinales destinadas al fomento del desarrollo, descubrieron, al igual que los pobres, que la educación era un buen negocio y una inversión segura para lograr la felicidad de los pueblos, razón por la cual se abocaron a recomendar a los gobiernos que expandieran sus sistemas escolares. Este bucólico paisaje, de armónico clima democrático, tuvo como espectadores silenciosos a las élites y a las clases medias, que, sin interés alguno en el asunto, observaron indiferentes como las turbas populares invadían un espacio que, hasta entonces, era propiedad exclusiva de ellas.

Acepto que la ironía precedente puede parecer un poco conspirativa, aunque, desde mi punto de vista, es bastante menos excéntrica que la presunción de que la escuela secundaria se expandió en América Latina porque a los pobres comenzó a interesarles la posibilidad de progresar en la vida y los gobiernos a buscar los medios para satisfacer este justo deseo. Todo esto sería extraordinario si los Hermanos Grimm y no Marx, Weber y Durkheim hubieran fundado la sociología.

El dato es elocuente e innegable. Aunque dinámicas de exclusión y segregación continúen hoy plenamente vigentes en nuestros países, sectores tradicionalmente marginados del sistema escolar han logrado, en las últimas décadas, acceder a niveles que antes eran reservados a las élites o a las clases medias. La evidencia más clara de este fenómeno ha sido el crecimiento progresivo de las tasas de escolarización secundarias y, en menor medida, el incremento sostenido en el acceso al nivel superior del sistema. Es probable que, como se afirma en diversos estudios del SITEAL, esta expansión esté llegando a un techo. También, como ponen en evidencia los datos disponibles para el presente debate, que los niveles de abandono y exclusión de los jóvenes en este segmento del sistema sean aún demasiado altos. Sin embargo, el crecimiento ocurrió y sería bueno tratar de saber por qué, si es que no fue por un florecimiento espontáneo de buenas intenciones.

Propongo interpretar los hechos de una forma diferente.
En el sistema escolar se traba una dura batalla en torno a los bienes que la educación produce o ayuda a producir: conocimientos socialmente relevantes, poder y prestigio, status y reconocimiento, ascenso social y ventajas relativas en ámbitos de alta y creciente competencia como lo son, particularmente, el mercado de trabajo y el de los bienes simbólicos. Los pobres y sus organizaciones, los partidos populares, los sindicatos y los movimientos sociales han avanzado de forma significativa en su lucha por demandas sociales crecientes, que, en el Estado de derecho democrático, aunque haya sido bastante poco habitual en la historia reciente latinoamericana, tendieron a traducirse en un elenco amplio de oportunidades de participación e intervención en espacios de los cuales estaban antes excluidos. Las luchas y movilizaciones promovidas por estos sectores y sus organizaciones han permitido significativas conquistas democráticas en nuestro continente, como en el resto del mundo, siendo la expansión del sistema escolar una de ellas. Ciertamente, en este proceso de expansión, los pobres, principales beneficiarios del mismo, encontraron resistencias, tejieron alianzas, conquistaron espacios, compraron espejitos de colores y debieron amagar no pocas derrotas. El conflicto social, ya lo sabemos, no siempre se resuelve a favor de quienes más lo merecen.

Lo que trato de decir es que el proceso de expansión educativa, que vivió y aún vive América Latina como herencia inconclusa del siglo XX, tuvo como principal protagonista a los sectores populares que hicieron esfuerzos arduos y protagonizaron batallas muchas veces silenciosas para derrumbar las barreras que los alejaban de la escuela. Las razones del por qué los pobres confiaron (y, debemos estimar, aún confían) en las virtudes y beneficios de los procesos de escolarización son, sin lugar a dudas, complejas y no necesariamente heroicas. En efecto, quizás sus luchas hayan estado no pocas veces influenciadas por una prometeica confianza en los argumentos tecnocráticos que reducen la educación a la capacitación profesional. Esto, sin embargo, para nada niega que, engañados o no, iluminados por la sabiduría de la vida y del sufrimiento o, simplemente, hartos de tanto maltrato, los pobres fueron a ocupar su lugar en el sistema escolar. Un lugar que creían merecido, aunque quizás no hayan sido tan explícitos en su percepción acerca de que se lo habían expropiado de forma injusta y prepotente los sectores más poderosos de la sociedad. Como quiera que sea, los pobres fueron gestando su fuga hacia adelante: a empujones.

La respuesta del Estado estuvo a la altura de la tradición oligárquica y discriminatoria que ha definido la forma convencional de hacer política en nuestra región. Mis colegas de debate, en sus muy pertinentes aportes, señalan diversas dimensiones de esta respuesta: la fragmentación y segmentación del sistema escolar, particularmente de la oferta de nivel medio; el desprecio o la indiferencia hacia los sectores más postergados, por ejemplo, los sectores rurales; la desigualdad y la injusticia social que han interferido en las condiciones efectivas de hacer realidad demandas de justicia e igualdad acordes a cualquier democracia moderna; la relevancia de una parafernalia de leyes, tratados y acuerdos nacionales e internacionales destinados a proteger y promover los derechos humanos y, dentro de estos, de forma indivisible, la educación, en un marco de sorprendente ineficacia de la ley y de los recursos jurídicos que deberían hacerla cumplir. En suma, si algo parece no haber contribuido a la universalización de la escuela media, es la persistente vocación de los gobiernos latinoamericanos de pisotear las demandas populares y despreciarlas en beneficio de una geografía del poder muy poco dispuesta a modificar privilegios y a ampliar derechos.

De manera general, en América Latina, los procesos de expansión de los sistemas nacionales de educación, en la segunda mitad del siglo XX, se realizaron en el marco de una frágil o inexistente institucionalidad democrática. Durante las últimas décadas, gobiernos profundamente conservadores y neoliberales, responsables por la aplicación de rigurosas políticas de ajuste y privatización, que elevaron el número de pobres y llevaron los índices de desigualdad a los niveles más altos del planeta, generaron misteriosamente un proceso de ampliación de las oportunidades de acceso y permanencia de los más pobres en el sistema escolar. Un hecho que podría explicarse de diversas maneras, según la perspectiva analítica que asumamos. Por un lado, puede sospecharse que se trató de un acto de responsabilidad cívica de gobiernos que, aunque manifestaban un profundo desprecio por los derechos humanos y por la justicia social, ansiaban la escolarización del pueblo. Por otro, podría entenderse que hubo una deliberada política de opresión y sumisión de los pobres al poder dominante, haciendo que éstos cayeran en la trampa de creer que la escuela iba a liberarlos, cuando, en rigor, era la coartada para consumar su definitiva dominación. Finalmente, podría pensarse que, como argumentábamos anteriormente, los pobres fueron, como siempre ocurre, abriéndose camino a los empujones, ganando y perdiendo espacios, sumando o restando fuerzas, con marchas y contramarchas que fueron delineando el camino sinuoso de su lucha por la justicia y la igualdad. La combinación de estas luchas y demandas, con un conjunto de políticas y reformas orientadas desde el poder político, sumadas a una enorme intervención de ciertos organismos financieros internacionales que han pautado el rumbo de las políticas gubernamentales en el marco de la peculiar institucionalidad del sistema escolar, sus actores y sus normas, sus prácticas y rituales, ha resultado en lo que hoy conocemos como expansión de la escuela secundaria en América Latina.

Todo, menos una comunidad organizada de intereses solidarios y orgánicamente articulados alrededor del mismo proyecto. De tal forma, la fragmentación y segmentación de los sistemas nacionales de educación en nuestro continente no expresa otra cosa que la fragmentación y segmentación de los intereses, demandas y formas de intervención que los diversos sujetos en pugna pusieron en movimiento para conquistar o defender sus espacios en este campo minado que es la escuela, un espacio que tanto resiste a cualquier interpretación bucólica y armónica.

El hecho de que hoy florezcan en nuestra región gobiernos democráticos que aspiran a revertir la herencia de inequidades e injusticias recibidas de las administraciones neoliberales, nos llena de esperanza. Sin embargo, también nos alerta hacia una de las dimensiones propuestas en este debate: ¿cómo definir estrategias de acción que permitan hacer efectiva la universalización del acceso a la escuela de todos los jóvenes latinoamericanos? Aunque buena parte de estos gobiernos recién se inician y los desafíos que enfrentan son enormes, su éxito dependerá, seguramente, de que puedan no sólo atacar los epifenómenos de los procesos de exclusión, o sus manifestaciones sintomáticas, sino también, y fundamentalmente, la estructura oligárquica y privatizadora del Estado en casi todos los países de la región. Un Estado capaz de deglutir las demandas por justicia e igualdad, introduciéndolas en un laberinto de prestaciones burocráticas degradadas, en un simulacro de oportunidades que hace de los derechos humanos una mueca, un gesto actoral vacío de efectividad democrática.



Autor
PABLO GENTILI:
TRES ARGUMENTOS ACERCA DE LA CRISIS DE LA EDUCACIÓN MEDIA EN AMÉRICA LATINA
http://www.siteal.iipe-oei.org
Texto completo en Scrbd
http://www.scribd.com/full/26840008?access_key=key-19k47k4924rjo3qqyzsy

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