domingo, diciembre 13, 2009

Educación gobernabilidad democrática y gobernabilidad de los sistemas educativos, primera parte

Tal como desde este blog se señaló que el concepto de "Calidad Educativa" tiene muchos significados, y se trata de una idea política, en el sentido que afecta los intereses individuales, dentro de esos significados, es posible afirmar que "Gobernabilidad es Calidad Educativa". Publico en este post la primera parte de Educación gobernabilidad democrática y gobernabilidad de los sistemas educativos, cuyos autores son Manuel de Puelles Benítez y Raúl Urzúa Fradermann, donde trata sobre la democracia en Iberoamérica


Los desafíos a la gobernabilidad de la democracia en Iberoamérica


Un consenso básico y algunas inquietudes

En su forma más general, se puede decir que una democracia es gobernable cuando los gobernantes toman y ejecutan decisiones que son aceptadas por la ciudadanía sin que, aunque ellas los perjudiquen, éstos pretendan cambiar el régimen político. La democracia está consolidada y es gobernable cuando actores políticos que pierden en el ejercicio del juego democrático aceptan ese resultado y siguen participando y apoyándolo.


Por consiguiente, gobernabilidad implica estabilidad de las instituciones democráticas a pesar de la incertidumbre en cuanto a los resultados del juego político, es decir, de las negociaciones y los acuerdos entre los actores políticos. Para ponerlo en palabras de un cientista político, el compromiso a aceptar las reglas democráticas es «la voluntad de aceptar resultados con contenidos aún no definidos» .


Después de la crisis generalizada de la democracia en la región en los últimos decenios, pareciera que en la mayoría de ellos la ciudadanía y las fuerzas políticas comparten ahora el supuesto de que la democracia es la forma más adecuada de gobierno. Estamos, por lo tanto, atravesando una etapa de nuestra historia en la cual se acepta el consenso básico que hace posible la gobernabilidad democrática.


Sin embargo, la literatura reciente sobre el tema ha empezado a llamar la atención sobre algunos síntomas de desafección ciudadana con las instituciones políticas que podrían indicar un cierto desencanto con la democracia y, eventualmente, una falta de apoyo a ella.


Algunos de esos indicadores son la apatía para inscribirse en los registros electorales, el aumento del abstencionismo electoral y la alta proporción de opiniones negativas acerca de la política y los políticos que registran las encuestas de opinión pública.


La pregunta que es necesario plantearse frente a ellos es si estamos frente a una crisis de legitimidad que pone en peligro la sobrevivencia del régimen democrático o si esos indicadores no están sino reflejando una nueva cultura cívica que hace exigencias, también nuevas, a las instituciones políticas. La discusión sobre el tema obliga a tomar en cuenta el contexto más amplio en el cual se plantea.


El contexto

Los procesos de transición y consolidación democrática por los que han pasado y están pasando los países de la región han coincidido o han sido precedidos por la adopción de una economía de mercado abierta al mundo como la fórmula para lograr el desarrollo, y con la puesta en marcha de políticas económicas conducentes a producir los ajustes estructurales necesarios para la implantación de la estrategia elegida.


Igualmente es necesario reconocer e incluir en el análisis las consecuencias internas, para cada uno de nuestros países y para la región, que tienen las profundas transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales experimentadas en el mundo entero. La mundialización de la economía de mercado y la internacionalización de las decisiones económicas, la revolución tecnológica y la consiguiente readecuación de las economías y los mercados nacionales e internacionales de trabajo, la delegación de parte del poder político de los Estados nacionales a órganos supranacionales o a poderes locales, la proliferación de acuerdos o tratados comerciales de ámbito bilateral, subregional o regional, la creación de una red de comunicaciones que cubre ya gran parte del mundo, están cambiando radicalmente la sociedad y la política de prácticamente todos los países y han contribuido al surgimiento de una nueva cultura que también cruza las fronteras y afecta en mayor o menor grado a las culturas nacionales.


Por otro lado, esas tendencias y procesos, además de los ajustes estructurales necesarios para adaptar la economía a ellos, han tenido efectos negativos en los niveles y las condiciones de vida de diversos grupos sociales, introduciendo mayores incertidumbres e inseguridades respecto al futuro. En muchos casos, han venido a aumentar seculares desigualdades y han creado nuevas formas de exclusión social tanto en nuestros países como en los económicamente más fuertes.


El predominio de la economía de mercado no ha significado la desaparición de diferencias en cuanto a las modalidades específicas que adopta esa economía tanto en los países de desarrollo antiguo, como en las sociedades capitalistas emergentes asiáticas, de América Latina o de Europa Central y Oriental. Por otro lado, la ampliación del número de países que han adoptado la democracia representativa como forma de gobierno no puede conducir a olvidar que no estamos frente a un determinismo histórico. Tanto en la economía como en la política, se trata, al contrario, de procesos en evolución con contradicciones internas y sujetos a cambios. En suma, ni la perspectiva de largo plazo, ni el análisis comparativo de las distintas sociedades en el presente momento histórico, permiten asegurar que hayamos llegado al fin de la historia.


En ese contexto, la gobernabilidad de la democracia deja de ser sólo el problema de la estabilidad política en el corto plazo de los gobiernos y ministerios. Por cierto, la gobernabilidad democrática está directamente relacionada con la capacidad de las instituciones políticas y sociales para, por un lado, agregar y articular intereses y, por otro, regular y resolver los conflictos entre ellos. Sin embargo, cuando se la examina desde una perspectiva de largo plazo y en el contexto económico, político y social actual, pasa a ser inseparable de la capacidad de los gobiernos para conducir los procesos y actores sociales hacia el desarrollo, la equidad y la consolidación de las instituciones democráticas, ajustándose a las reglas del juego democrático y resolviendo de acuerdo a ellas los conflictos de intereses y valores que surjan en torno a esas metas. Por consiguiente, se trata de una gobernabilidad positiva, orientada a crear un nuevo orden para la dignidad de todos y que implica inevitablemente un proyecto ético.


Requisitos de la gobernabilidad

El contexto, algunos de cuyos trazos principales se acaban de resumir, no sólo ayuda a interpretar los indicadores de una desafección hacia las instituciones democráticas, sino también a precisar el sentido de los requisitos de la gobernabilidad y a identificar las causas indirectas de su eventual debilidad.


La gobernabilidad de la democracia se apoya en el consenso básico de que, con sus limitaciones, es una forma de gobierno mejor que sus alternativas. Para que ese consenso perdure es necesario, en primer lugar, que los órganos decisorios (los poderes del Estado) y los actores políticos (partidos políticos) que participan directamente en el proceso de decisiones y formulación de políticas sean vistos por la ciudadanía como sus legítimos representantes. La existencia de una crisis de las instituciones de representación política lleva inevitablemente a la falta de gobernabilidad de la democracia representativa y al reemplazo, violento o indoloro, de ésta por regímenes autoritarios o por otros en los cuales las instituciones representativas dejan de jugar el papel político central.


En segundo lugar, la gobernabilidad de la democracia requiere la existencia de canales institucionales que permitan satisfacer las demandas de participación social. Esas demandas son variables en cuanto a su contenido y su intensidad en distintas sociedades y contextos históricos, pero no están nunca ausentes y su no satisfacción por los gobiernos democráticos contribuye a quitarles legitimidad.


En tercer lugar, la gobernabilidad de la democracia depende en gran parte de la eficacia de las políticas públicas y la conducción política. La democracia se debilita y pierde gobernabilidad cuando la ciudadanía llega a la convicción de que ni el interés general ni sus intereses, aspiraciones y valores estarán protegidos sin cambios radicales en el sistema político y el régimen de gobierno.


Finalmente, la gobernabilidad de la democracia supone y se legitima en la aceptación y concreción práctica de valores morales que le sirven de sustento, tales como la tolerancia, la no violencia expresada en la resolución pacífica de los conflictos, la libertad de pensamiento, la igualdad y la solidaridad, integrados en una cultura cívica democrática.


Gobernabilidad y representación

La estrecha relación existente entre la gobernabilidad de la democracia y la legitimidad de los órganos de representación lleva a mirar con inquietud los síntomas de desafección ciudadana respecto de las instituciones democráticas a que se ha hecho referencia anteriormente. A ellos hay que agregar que los partidos políticos enfrentan problemas para adaptarse al nuevo contexto económico, social y político. Sus dificultades para desarrollar programas y estrategias que recojan las nuevas demandas sociales y, en algunos casos, para llegar a acuerdos entre ellos que permitan establecer coaliciones estables, han llevado a que un número creciente de votantes se declare independiente, es decir, ni militante ni simpatizante de un partido político. Al mismo tiempo, la «volatilidad» electoral, es decir, el cambio de preferencias del electorado de una elección a otra, parece haber aumentado. Por último, hay que recordar que los partidos políticos comparten con los parlamentarios la peor evaluación en las encuestas de opinión pública.


Sin embargo, de lo anterior no se deriva necesariamente la existencia de una crisis de representación. Para que exista una crisis que ponga en peligro la gobernabilidad a largo plazo y, en definitiva, la sobrevivencia misma de la democracia, sería necesario que la ciudadanía llegara al convencimiento de que no importa quien gobierne porque los que lo hagan no representarán sus valores, aspiraciones e intereses, o serán incapaces de satisfacerlos. En este sentido, la legitimidad de los órganos de representación depende de su eficacia para dar respuesta a las inquietudes ciudadanas. Mientras se piense que un cambio de gobierno, de acuerdo a las reglas democráticas, podrá dar mejor respuesta a esas inquietudes, podrá haber crisis de gobierno, pero ella no será de la democracia.


Gobernabilidad y participación ciudadana

A pesar de que los aumentos en la participación ciudadana organizada son considerados un componente importante de la consolidación democrática, la evolución reciente tanto en América Latina como en España y Portugal, no ha sido favorable a su fortalecimiento. Factores estructurales, cambios en el rol del Estado y la emergencia de una nueva cultura más centrada en el individuo, se combinan para debilitar a los actores sociales y la participación social. Nos referiremos aquí a algunos factores estructurales, para más adelante mencionar otros.


El cambio de modelo económico ha producido modificaciones en la importancia relativa de los sectores y las actividades económicas, y ha hecho surgir nuevas formas de organizar el trabajo productivo que tienen como efecto una mayor fragmentación de la fuerza de trabajo ocupada. A las trabas que esa fragmentación pone a la participación organizada de los trabajadores vienen a agregarse cambios en las legislaciones laborales que restringen la posibilidad de acciones colectivas por encima de esas fragmentaciones.


El sector informal sigue representando una proporción muy elevada del empleo en Iberoamérica. Al mismo tiempo, los cambios en las condiciones económicas han llevado al surgimiento de otras formas precarias de trabajo, caracterizadas por baja productividad e ingresos, inestabilidad laboral, no percepción de asignaciones familiares y exclusión de los beneficios de la seguridad social. Antigua o nueva, la informalidad laboral no constituye una base sólida para la constitución de actores sociales.


Los bajos niveles de participación social y popular pueden afectar o no la gobernabilidad de la democracia según cuan fuerte sea la demanda por participar y si existen o no suficientes canales para ello. A pesar de la influencia que ejercen los factores estructurales en la motivación a participar, estudios recientes muestran altos niveles de insatisfacción por la falta de oportunidades para participar. La ampliación de canales de participación pasa, así, a ser una forma de dar legitimidad a la democracia y asegurar su gobernabilidad.


Gobernabilidad y eficacia gubernamental

La democracia pierde legitimidad cuando la población percibe que la clase política antepone sus intereses particulares al bien público o evalúa como ineficaces las políticas públicas para resolver los problemas que la afectan.


La primera de esas razones se relaciona directamente con la falta de probidad y la corrupción política. Hay conciencia de que las denuncias y los casos comprobados de corrupción son otro factor que afecta a la legitimidad de los gobiernos y que, en la medida en que ellas lleven a la percepción por el electorado de que se trata de una corrupción que afecta a toda la clase política, hace ingobernable la democracia. De allí que el reforzamiento de los mecanismos de control y responsabilización, tanto política como administrativa, de los órganos del Estado que permitan definir y precisar situaciones de corrupción e imponer sanciones a los que incurran en ellas, haya pasado a ocupar un lugar destacado en la agenda política.


En el contexto iberoamericano la eficacia de las políticas se mide en relación con su capacidad para disminuir la pobreza y la exclusión social, ampliar la igualdad de oportunidades y satisfacer los problemas concretos que afectan a la población.


La causa directa a la que se atribuye más generalmente el debilitamiento, cuando no la crisis, de la representación política y las consiguientes dificultades para mantener los conflictos sociales dentro de los márgenes de la gobernabilidad democrática, es la insatisfacción pública con el desempeño económico de los gobiernos.


Por razones profundamente enraizadas en su historia y cultura, los países iberoamericanos y en especial los latinoamericanos, se han caracterizado por haber mantenido niveles de pobreza que en varios casos llegaban a más de la mitad de la población total y que en los otros no bajaban de una cuarta parte de la misma3 .


Los datos disponibles más recientes muestran que algunos de ellos lograron disminuir sus índices de pobreza en los primeros años de la década del 90 . Sin embargo, esa disminución significó sólo una recuperación parcial, insuficiente para llegar a los niveles que se tuvieron en 1970. Al mismo tiempo, hay que considerar que, estimada a partir de las encuestas de hogares, varios países muestran aumentos de la pobreza urbana no sólo durante los años 80, sino también entre 1990 y 1992.


Sin embargo, en relación con el tema de la gobernabilidad, adquiere importancia destacar que la incapacidad de los países latinoamericanos para superar los niveles de pobreza alcanzados antes de la crisis y las políticas de ajuste, no ha significado que no hayan existido progresos en las condiciones de vida de los estratos bajo la línea de pobreza , si se toma en cuenta el mayor acceso a servicios de agua, luz, alcantarillado, teléfono, transporte colectivo, caminos pavimentados, medios de comunicación masiva, especialmente televisión, salud y educación.


Otro punto a considerar en relación con la pobreza reciente es que, a pesar de que persiste una clara relación entre pertenecer al sector informal y estar bajo la línea de pobreza, la línea divisoria que separa al sector formal del informal se ha hecho más tenue. Además, en varios países la disminución de la pobreza llamada estructural va acompañada de la pauperización de vastos sectores de la población. Más que líneas fijas que separan a pobres y no pobres, la situación actual pareciera ser de una gran porosidad, con una acentuada rotación o movilidad desde o hacia la pobreza de familias y hogares con niveles de ingreso cercanos a la línea de pobreza.


En suma, el número de pobres es ahora mayor que hace veinte años y son más los grupos sociales vulnerables. Junto con esas tendencias regresivas se encuentran otras que hacen más compleja la realidad. Si se miran conjuntamente los mejoramientos en las condiciones de vida de los pobres y la mayor probabilidad de dejar de ser pobres que tienen los estratos bajos más cercanos al umbral de la línea de pobreza, podría pensarse que la persistencia de la pobreza habría sido compatible con la integración de una parte de los pobres a condiciones y pautas de vida que antes eran privilegio de los no pobres.


Gobernabilidad y cultura cívica

La gobernabilidad de la democracia depende también de los valores, las normas, las creencias y las actitudes que están orientando el comportamiento colectivo y las decisiones públicas, es decir, que la cultura cívica refuerce o no las instituciones democráticas.


En todos nuestros países las transformaciones a que se hizo alusión en el párrafo 8 han llevado a un cambio en el papel del Estado. Ese cambio incluye la privatización de las empresas públicas, pero va más allá de ella y abarca una modificación substancial del papel integrador de la sociedad que ha jugado tradicionalmente el Estado. En el nuevo contexto se espera que la integración se produzca a través del mercado y pase a ser un proceso individual y familiar, limitándose el Estado a fijar las reglas del juego, regular las relaciones entre el interés público y el privado y ser un agente activo en la búsqueda de la equidad.


Ese cambio en el rol del Estado y el papel central que juega el mercado en el modelo actual de desarrollo, están modificando la manera como las personas se ven a sí mismas, sus valores, intereses y aspiraciones personales. La cultura dominante en los estratos altos y medios urbanos, pero que permea también hacia el resto de la sociedad, valora principalmente el esfuerzo individual, la competencia, el éxito económico y el consumo, mira con desconfianza la acción del Estado y no considera que el éxito personal dependa de él. El mundo personal y el mundo político aparecen como dos realidades distintas y de poca influencia mutua, el interés por la política disminuye y empiezan a manifestarse los síntomas de distanciamiento hacia la participación política y de poca estima por algunas de las instituciones democráticas, como los Parlamentos y los partidos políticos, que preocupan por el efecto que pueden tener en la gobernabilidad democrática.


Sin embargo, el desinterés por la política y el juicio acerca de las instituciones políticas podría no ser un cuestionamiento a la democracia representativa sino reflejar una demanda implícita de que ella se reoriente hacia la solución de problemas que exigen la acción del Estado. El interés de la población, revelado en las encuestas de opinión pública, porque la acción política se oriente a solucionar vulnerabilidades sociales que las afectan o pueden afectar directamente, como son los problemas de seguridad ciudadana, bienestar social, empleo y pobreza, pareciera estar indicando que eso es lo que está ocurriendo.


Si esa interpretación es correcta, los indicadores de desafección y desinterés por la política no estarían señalando una crisis actual de legitimidad de las instituciones democráticas, sino una necesidad de reorientar la acción política hacia las nuevas demandas ciudadanas.


La gobernabilidad de la democracia es mucho más que un problema de cómo controlar un exceso de demandas sociales y evitar que ellas terminen por destruir la democracia. Ella exige un esfuerzo colectivo por establecer nuevas formas de cohesión e integración social, es decir, para constituir un nuevo orden que sea capaz de disminuir las desigualdades objetivas que dividen actualmente a la sociedad iberoamericana y aumentar la igualdad de oportunidades. En ese esfuerzo corresponde al Estado, reformado para adaptarlo al nuevo contexto internacional y nacional, coordinar los esfuerzos del sector público y el privado hacia el interés de todos sobre los intereses particulares. Un actor institucional del cual depende en gran parte el éxito o fracaso de esos esfuerzos es el sistema educativo.


Autores

(*) Manuel de Puelles Benítez es catedrático de Política de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España.
Raúl Urzúa Fradermann es director del Centro de Análisis y Políticas Públicas (CAPP) de la Universidad de Chile y profesor titular de la Facultad de Sociología de dicha Universidad.


Fuente

http://www.rieoei.org/oeivirt/


 

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