sábado, octubre 24, 2020

Aprender para transformar

 Recientemente ha comenzado el que será el curso escolar más anómalo de la historia. Niños y adolescentes han pisado escuelas e institutos por primera vez en seis meses. Seis meses –vacaciones incluidas– que cada familia ha sorteado como ha podido. Y cada equipo docente también.

 


Chicas y chicos llegan con las mochilas llenas (que no vacías) de experiencias, relaciones, actividades, emociones, y conocimientos, pero también de sustos y ausencias que han ido elaborando durante una travesía que se les ha hecho larga y pesada y que, para colmo, no siempre han entendido. Sólo algunos de estos conocimientos, pocos, están directamente vinculados con los aprendizajes escolares.

 

Psicólogos infantiles ya nos han advertido del gasto emocional que la Covid ha tenido en los menores y de la necesidad de que desde las escuelas se tenga cuidado de su bienestar, y se dé tiempo para que quien quiera pueda expresar y compartir su experiencia.

 

Maestros y educadores de todos los ciclos se afanan en crear espacios reparadores que desde la cotidianidad ayuden a los niños y adolescentes a digerir lo vivido, pero también a encontrar las herramientas que les permitan afrontar con prudencia, pero sin miedo, la vida. Espacios donde la cooperación, la ayuda entre iguales, la calidez en las relaciones, el reconocimiento de cada uno de los miembros del grupo, o el respeto a los diferentes ritmos tienen más sentido que nunca. También es el momento de decidir cuáles deben ser los aprendizajes claves, y cómo se trabajarán a lo largo del curso.

 

En un momento en que la sociedad se enfrenta a un problema sanitario sin precedentes, pero también social, la escuela no puede mirar hacia otro lado, o funcionar como si nada hubiera pasado o empeñarse en recuperar lo que el año pasado “tocaba” y no se hizo.

 

Es en esta situación convulsa e incierta donde la investigación cooperativa orientada al bien común que defendía John Dewey nos parece más oportuna que nunca. Una vieja (y bella) propuesta que nos puede ayudar a abordar con éxito una de las funciones de la institución escolar: transmitir a las nuevas generaciones los conocimientos que la sociedad considera necesarios para la vida en común.

 

Los proyectos integrados, los proyectos de trabajo, la ciencia ciudadana y otras propuestas metodológicas recogen, en parte, el espíritu de la investigación cooperativa, si bien no todas ni siempre apuntan al bien común. Y es precisamente la orientación social la que modifica radicalmente un proyecto y la que, en estos momentos, puede ayudar a los chicos y chicas a entender, asumir y prepararse para hacer frente a la situación actual marcada por la pandemia.

 

Defendemos los proyectos de trabajo (y propuestas afines) como metodología especialmente eficaz para lograr una formación humana e intelectual de calidad. Y lo hacemos apelando a su compromiso con tres derechos que consideramos básicos en la infancia y la adolescencia: el derecho a aprender, el derecho a (poder) confiar en los demás y el derecho a sentirse útil a la comunidad.

 

Derecho a aprender

La actividad de investigación, propia de los proyectos de trabajo, favorece los aprendizajes en la medida que estimula la función activa del pensamiento. Mientras investigan, los niños se plantean interrogantes, formulan hipótesis, se comprometen con la búsqueda de respuestas, recopilan información, la contrastan, organizan, observan, experimentan y llevan a cabo otros procedimientos que exigen una intensa actividad intelectual. La interdependencia positiva entre los diferentes miembros del grupo favorece la implicación de cada uno de ellos en la investigación.

A nivel didáctico los proyectos permiten asumir problemas de manera globalizada huyendo de la fragmentación de saberes y de la compartimentación de los conocimientos propia de las asignaturas. Cuando los proyectos incorporan la proyección social los aprendizajes se intensifican en la medida que son imprescindibles para mejorar una situación determinada.

 

Derecho a confiar en los otros

Establecer relaciones basadas en el respeto y la confianza es clave para un buen desarrollo de la personalidad. Relaciones con los adultos, pero también con los iguales.

Los proyectos de trabajo generan interacciones continuas con los compañeros, favorecen vivencias positivas de reconocimiento individual y facilitan muestras de afecto y de compañerismo. También situaciones de desacuerdo y malentendidos que los chicos y chicas tienen que aprender a gestionar. La confianza en cada miembro del grupo, la responsabilidad ante los iguales y el sentimiento de colectividad se construyen a medida que avanza el proyecto.

 

El hecho de que la investigación se oriente al beneficio de la comunidad ensancha el círculo de relaciones, incorporando otras personas con las que los chicos y chicas establecen vínculos afectivos. Si bien la proximidad física lo facilita, durante el confinamiento muchas escuelas nos han mostrado que no es imprescindible. El proyecto «cuentos para personas mayores», que incorpora la lectura de cuentos por teléfono a ancianos que viven solos, es un buen ejemplo.

 

Derecho a sentirse útil a la comunidad

La construcción de un autoconcepto positivo depende de muchos factores. Probablemente uno de los más importantes sea la experiencia de «ser capaz de». A menudo en educación se ha primado el apoyo a los niños y se ha menospreciado el impacto que tienen en su formación las situaciones en las que son ellos quienes ayudan a los demás.

 

Los proyectos con servicio a la comunidad proporcionan a niños y adolescentes la experiencia de ser útiles y tener algo de valor que ofrecer a la sociedad. Les permiten contribuir en la realidad de la que participan, y desarrollar el compromiso social y la responsabilidad ante los acontecimientos y problemas que los rodean. Son también fuente de satisfacción y generadoras de autoestima en la medida que toman conciencia de que con esfuerzo y generosidad pueden mejorar el bienestar de otras personas y optimizar el entorno.

 

Y, además, los participantes en un proyecto de trabajo con proyección social descubren que la investigación y los aprendizajes tienen una dimensión ética que los dota de sentido y que nunca debería obviarse.

 

Somos conscientes de que las medidas de seguridad necesarias para combatir la pandemia hacen difícil el contacto directo del alumnado con las entidades del entorno, pero también que este contacto cercano no es requisito imprescindible para implicarse en proyectos de investigación con servicio a la comunidad.

 

A modo de ejemplo (o de inspiración) aquí puede encontrar numerosas experiencias de aprendizaje servicio protagonizadas por alumnos de diferentes edades, durante las semanas de confinamiento vividas el curso anterior.

 

 

 

 

por 

Xus Martín

Fuente

https://eldiariodelaeducacion.com/convivenciayeducacionenvalores/2020/10/07/aprender-para-transformar/

 

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