Cuando era niña se me enseñaba a nunca contradecir a los mayores.
Las sociedades están integradas por seres humanos diversos, nacidos en
ambientes diferentes de padres únicos y en condiciones particulares, desde las
cuales se van modelando carácter y personalidad. La niñez es, en realidad, una
etapa de la mayor vulnerabilidad durante la cual las personas son entrenadas
para pensar, comportarse y creer de una manera definida por los adultos de su
entorno. En ese proceso inciden madres, padres, familares cercanos, vecinos,
maestros y líderes espirituales.
Nadie escapa a este “modelaje” iniciático en el cual se imprimirán, como
hoja en blanco, una serie de códigos, ideas, conceptos y actitudes como espejo
de otros códigos, ideas, conceptos y actitudes heredados de generaciones
pasadas y así hasta el infinito. Sin embargo, cuando se inicia la etapa escolar
comienza un proceso de re evaluación de todo lo aprendido. Una gran oportunidad
para corregir y perfeccionar el conocimiento acumulado. Es como cuando a una
escultura se le quita la materia sobrante y se le agrega la que hace falta. Es
un período de grandes experiencias, cuando las mentes ávidas de información
absorben todo lo que se pone a su alcance y también cuando la calidad del
educador y del entorno son vitales para fijar el interés del alumnado y
optimizar los resultados del ejercicio pedagógico.
Resulta pertinente, entonces, preguntarse qué sucede cuando los docentes
carecen de la preparación adecuada para impartir clases en el sistema educativo
de un país. Cuando estos profesionales de la educación no llegan siquiera a
aprobar las pruebas de aptitud básicas para optar a una plaza en ese sistema.
Es de suponer, entonces, la existencia de una falla fundamental cuyo origen
–estructural, por cierto- procede de políticas públicas deficientes y opuestas
a priorizar la calidad educativa. Esta falta de atención a una de las bases
fundamentales de todo proceso de desarrollo priva a la niñez de una formación
intelectual mínima y acorde con estándares internacionales. Es decir, se provee
de un sistema inservible con el único objetivo de presentar estadísticas más o
menos aceptables ante una comunidad mundial crítica.
El producto de semejante sistema no puede ser otro que una serie de
generaciones incompletas desde el punto de vista académico, cuyo potencial se
desperdicia por razones diversas, ninguna de las cuales considera las
devastadoras consecuencias que ello implica. No se propicia el análisis, los
procesos de intercambio intelectual, los proyectos de investigación y tampoco
se conduce a las nuevas generaciones hacia la búsqueda de respuestas a los
grandes temas actuales. Estas deficiencias vienen aparejadas con una formación
deficiente desde el ámbito familiar, lo cual deviene en comunidades humanas en
donde las variantes del pensamiento se consideran una afrenta y suelen ser reprimidas
al separarse de la norma.
La tendencia, entonces, es producir generaciones de humanos aptos para
trabajos rutinarios en los cuales permanezcan durante toda su vida sin
pretender cambios. Personas cuyas capacidades sean anuladas en función de un sistema
productivo diseñado para ciudadanos obedientes y no deliberantes, como
disciplinados soldados de una mega industria multinacional. Allí vemos,
entonces, a una valiosa juventud desperdiciada sin oportunidades de crecimiento
intelectual por falta de recursos, pero sobre todo por la ausencia de un Estado
capaz de identificar en ella el enorme potencial de desarrollo y bienestar para
la nación. Esta es la realidad en países gobernados por élites incapaces de
aflojar las riendas para que el garañón abandone el trote y pueda galopar.
Por Carolina Vásquez Araya
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