La cuestión de cuál es el horizonte que tiene marcado la
educación en valores es una de las constantes del debate educativo. Su porqué,
su fin y la idea de Bien que esta debe perseguir son los elementos
determinantes que condicionan la tarea educativa de cualquier profesional de la
educación que se dedica al asunto.
Otra vez nos encontramos con una versión liberal sobre el
tema. Defender que somos seres libres y autónomos con cierta capacidad de
razonamiento significa apostar por la persona. En último término, cada persona es la
única responsable a la hora de buscar la verdad de las cosas y, lo que resulta
más importante, es ella la que decide qué verdad o concepción de Bien defiende.
Es conveniente indicar que este respeto a la persona y a su capacidad electiva
está presente en no pocos encuentros entre profesores y alumnos. Cada vez más,
el profesor de hoy no se considera, ni tampoco es considerado, como alguien que
tenga autoridad absoluta para dictaminar el horizonte moral hacia el que vale
la pena que sus alumnos se dirijan. A lo sumo, puede y debe sugerir o proponer,
porque se le atribuye cierta altura moral y cierta capacidad de razonamiento.
El avance en este sentido es considerable, pues implica renunciar al
adoctrinamiento moral, propio de épocas felizmente superadas (Adorno). La
educación en valores debe planificarse de tal manera que sea la persona la que
llegue a una conclusión acerca de cómo debe obrar, aunque en ocasiones incluso
sea al margen de lo que ella desea o quiere. Nuevamente, nos encontramos con el
imperativo categórico kantiano. La educación pública debe mantenerse en la
neutralidad, antes que apostar por la beligerancia, para que los alumnos se
conviertan en los electores de su propia matriz de valores.
A grandes rasgos, podemos identificar tres tipos de
neutralidad. La primera es la que se concibe como la exclusión de ideales o
concepciones de Bien, que sería la que algunos han llamado ‘neutralidad justificatoria’
(Kymlicka). En este caso, la escuela, y los docentes que la conforman, no
pueden plantear ninguna educación sobre ninguna concepción de Bien, ni pueden
actuar sobre ninguna base que permita a los alumnos perseguir un ideal de Bien
en concreto. Según el segundo tipo, la neutralidad también puede ser limitada,
lo cual, dicho sea de paso, hace que resulte más beligerante que la anterior. En este
caso, no se puede apostar por una opción moral si eso significa aumentar la
probabilidad de que los alumnos se adhieran a ella antes que a otras, es decir,
no se puede dar ventaja a ninguna de las opciones morales posibles. Por último,
en una tercera versión, se puede concebir una neutralidad comprehensiva o
consecuencialista, que implicaría asegurar que todos los alumnos tienen la
habilidad para perseguir y promocionar la idea de Bien que ellos elijan. La
escuela no debe ser el lugar en el que se transmitan a los alumnos determinados
valores, mucho menos si provienen de opciones religiosas o teológicas.
Sin embargo, los críticos
comunitaristas tienen otra visión
sobre este punto, pues sí que defienden
la transmisión de una noción de Bien, sea cual sea, siempre y cuando sea una
noción que articule los valores de cada comunidad social y cultural. De acuerdo
con sus ideas, la autonomía en la elección del horizonte moral no acaba de
explicar el hecho de que seamos personas con valores (Thiebaut). Se puede
pensar que las personas somos seres morales porque pertenecemos a determinada
comunidad moral y, especialmente, porque se nos ha transmitido un determinado
horizonte moral que no fue elegido por nosotros mismos (Taylor). Aparece aquí
una posible solución a uno de los desiderátums más conocidos de la educación en
valores: el que hace referencia a la formación de personas auténticas (Taylor).
La educación en valores que pretende que las nuevas generaciones de ciudadanos
estén formadas por personas con cierto grado de autenticidad debe presentar a
los alumnos determinados horizontes de significados morales que orienten hacia
el Bien de la comunidad y que, en cualquier caso, les permita a cada uno de
ellos descubrir su propia originalidad sobre la base de dichos horizontes
morales. El ideal de autorrealización o autoconocimiento (Puig) sin horizontes
externos de significados morales puede ocasionar, como se puede comprobar en
entornos claramente relativistas, algo así como una cultura del narcisismo
(Lipovetsky). Si no hay referentes morales externos, el referente es uno mismo.
En este sentido, la educación en valores no debe ir tanto en busca de la
persona, sino de aquello que la puede impulsar hacia la mejor versión del yo,
es decir, de los valores de referencia que están ubicados en los horizontes
externos de significado moral. ¿De qué sirve que el docente atienda al alumno
en su individualidad si no le guía hacia donde debe dirigirse desde un punto de
vista moral?
El ideal de la autonomía personal, además, presenta otro
problema estrechamente vinculado a la educación en valores. Se puede afirmar
que el proyecto moral posmoderno ha tenido la pretensión de formar ciudadanos
autónomos, personas que no se sintieran invadidas por agentes morales externos,
personas que, en definitiva, no se sintieran manipuladas; sin embargo, y al
mismo tiempo, la posmodernidad se ha convertido en una realidad con una elevada
dosis de manipulación. No en vano, la necesidad humana de hacerse presente
conlleva cierto grado de manipulación.
No se puede educar en valores en el vacío ni en la
desorientación más absoluta. Deberíamos pensar, por ejemplo, y tal y como
apuntan algunos autores, en recuperar la idea de tradición (Arendt), no como
algo obsoleto y arcaico, sino como aquella decisión históricamente desarrollada
y socialmente incorporada que tiene que ver con los valores que la constituyen. El
alumno debe sentirse libre en la tradición, en el ejercicio de las virtudes que
la mantienen firme y en el abandono de aquellas que la debilitan. La
educación en valores en la tradición o en la comunidad no es sinónimo de educar
en la opción mayoritaria, pues, por ejemplo, la tradición también presupone la
existencia de derechos individuales que afirman la separación entre lo privado
y lo público. La educación en valores de hoy debe apostar por la transmisión de
una serie de deberes cívicos que no tiene por qué entrar en conflicto con los
derechos individuales. Además, y en todo caso, cualquier tradición o comunidad
moralmente fuerte y razonable reconoce los derechos individuales de sus
ciudadanos. La educación en valores de hoy podría situarse en una posición
liberal y perfeccionista, en la que se entienda por perfeccionismo algo no
excluyente y por liberal algo no escéptico (Raz).
La educación en valores debe promover el pluralismo. Este
concepto implica algo más que respeto, tolerancia y que, incluso, tolerancia
activa. El pluralismo es el valor que nos permitirá profundizar en estilos de
vida democráticos en un plano familiar, escolar, social, laboral y comunitario
así como en la construcción de una comunidad global más justa y equitativa.
Apostar por el pluralismo como valor fundamental y base de la democracia
significa apostar por un proyecto de educación en valores basado en criterios
de justicia; aunque también en el reconocimiento del otro y en el valor del
cuidado, en el reconocimiento de la memoria como una fuente buena y válida para
la construcción de nuestra identidad y en la defensa y profundización de
estilos inclusivos de convivencia intercultural y de construcción de
ciudadanía. Una sociedad que entienda el pluralismo como valor y que reconozca
que todas las personas que la conforman están en igualdad de condiciones es una
sociedad que, además de reconocer los derechos de ciudadanía a todos sus
miembros, entiende que el concepto de ciudadanía es algo abierto y en
construcción. Consecuentemente, el profesorado y la escuela no pueden ser
neutrales de ningún modo ante tales valores. Deben ser beligerantes y deben
serlo respetando los mismos valores y principios que defienden y procuran
(Trilla).
Educar en valores es en buena parte una tarea logística y
consiste esencialmente en crear condiciones (Martínez). La persona es sujeto de
derechos, deberes y sentimientos. La escuela, pues, debe ofrecerle recursos
para que sepa exigir sus derechos, asumir sus deberes, sentir moralmente,
participar activamente en la comunidad de la que forma parte, reconocer al otro
como interlocutor válido para buscar lo justo y construir su vida buscando la
felicidad en su comunidad (Martínez). La tarea de educar en valores consiste,
en primer lugar, en crear condiciones que fomenten la sensibilidad moral en
aquellos que aprenden, para que constaten y vivan los conflictos morales del
entorno tanto físico como mediático. En segundo lugar, y a partir de la
vivencia y análisis de las experiencias que como agentes, pacientes u
observadores puedan generar en nosotros los conflictos morales de nuestro
contexto, educar en valores y para la ciudadanía ha de permitir superar el
nivel subjetivo de los sentimientos y, mediante el diálogo, construir de forma
compartida principios morales con pretensión de universalidad. Y en tercer
lugar, debe propiciar condiciones que ayuden a reconocer aquellas diferencias,
valores y tradiciones de la cultura de cada comunidad que favorezcan la
construcción de consensos en torno a los principios básicos mínimos de una
ética civil o de una ciudadanía activa, que son el fundamento de la convivencia
en sociedades plurales y democráticas.
Autores
Martínez Martín, M., Esteban Bara F. y Buxarrais Estrada, M.
R.
En ESCUELA,
PROFESORADO Y VALORES
Revista de Educación, número extraordinario 2011, pp. 95-113
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