miércoles, noviembre 28, 2012

Necesidad de la formación ciudadana

En sociedades como las nuestras, donde se hace cada vez más difícil la reflexión en común, la Calidad Educativa no puede ser un concepto impuesto desde el exterior ¿Qué escuela  necesitamos? ¿Para qué sociedad? ¿Es nuestra democracia, una adecuada forma de convivencia? ¿Cómo mejorarla? ¿A qué valores apuntar?



Una educación de calidad no es posible sin educar en valores que permitan vivir de manera sostenible y sustentable tanto a nivel personal como laboral y comunitario
La educación en la sociedad de la información, que ojalá fuese también la del conocimiento y el aprendizaje continuo para todos, debe permitir que las personas seamos funcionalmente competentes para gobernar nuestras vidas. Debe promover que seamos funcionalmente alfabetos y capaces de movilizar nuestros conocimientos, habilidades y actitudes, para poder regular nuestra vida de forma sostenible y para disponer de criterio propio. La profusión de información, el avance en las tecnologías y la diversidad han provocado que este mundo global -sin fronteras para algunos- haya llegado a cuotas de complejidad tales, que hacen que no pueda ser abordado de forma satisfactoria en clave de simplicidad. Además, nuestra sociedad se caracteriza por mantener, e incluso agudizar, profundas desigualdades en el acceso y disfrute de derechos así como en la exigencia y cumplimiento de deberes. En definitiva, nos encontramos ante un mundo complejo y plural que requiere transformaciones en aras de una mayor justicia y equidad. Es necesaria más formación para poder participar en los asuntos públicos propios de una ciudadanía activa. De lo contrario, ni la sostenibilidad comunitaria, ni tan siquiera la laboral y la personal serán alcanzables en sociedades plurales y diversas como las actuales en esta época de globalización.



Por ello, actualmente, la educación adquiere una relevancia especial para aquellos que creemos que a través de ella es posible la transformación de nuestra sociedad en otra más digna, inclusiva, cohesionada y equitativa. Obviamente será difícil tal transformación si la educación -en primer lugar el sistema educativo en todos sus niveles, desde la educación infantil hasta la universitaria y la profesional- no se plantea con el mismo interés avanzar hacia un modelo que garantice, a la vez que calidad en los aprendizajes, competencia en los jóvenes para una adecuada incorporación al mundo del trabajo, más equidad y más inclusión social. Una sociedad inclusiva, equitativa y digna es aquella en la que sus ciudadanos, además de practicar una ciudadanía activa, son personas con criterio propio, que valoran el esfuerzo y la superación personal en el mundo del estudio y del trabajo, que procuran la felicidad, respetan la diversidad y son capaces de tomar decisiones con responsabilidad. Así pues, la preparación para el mundo del trabajo y la formación para una ciudadanía activa se están convirtiendo en los dos objetivos más relevantes de la educación para las próximas décadas.



Aprender a vivir de manera sostenible a nivel comunitario y ciudadano en un mundo complejo supone aprender a valorar lo más próximo: por una parte, nuestra familia, nuestra cultura, nuestra civilización y nuestro país -mundo de los sentimientos-; saber argumentar su valor, comunicarlo y poder así compartir con otros lo valioso de sus mundos -mundo de la competencia comunicativa y del lenguaje-, por otra; y finalmente, aprender a tener criterio propio, saber optar con responsabilidad en este mundo complejo y diverso, y saber construir conjuntamente criterios y principios de valor compartidos que garanticen la convivencia intercultural en sociedades plurales -mundo de las competencias éticas y ciudadanas-. Estas son, a mi juicio, necesidades formativas que no siempre se aprenden de manera informal e incidental. Por ello y porque es razonable querer garantizar esta formación para toda la población, conviene plantear la necesidad de formar ciudadanos y ciudadanas, y entender que los anteriores objetivos son los primeros que cabe atender en toda propuesta de educación para la ciudadanía.



Conviene disponer de un espacio para practicar lo que significa ser ciudadano desde los primeros años de escolaridad, así como para reflexionar sobre lo que supone serlo
Además de lo argumentado hasta aquí, quisiera formular otra razón más a favor de la necesidad de educar para la ciudadanía en época de globalización, y en esta ocasión sí que me referiré en especial a la escuela como institución privilegiada. Si revisamos los estudios e informes recientes sobre la calidad de la educación en el mundo, es fácil comprobar cómo en ellos se insiste en plantear ocho ámbitos de aprendizaje: lingüístico, numérico, científico, tecnológico, cultural, aprender a aprender, aprender a emprender y aprender a ser un buen ciudadano. La Unión Europea reconoce estos factores como competencias básicas de la educación. No obstante, algunos pensamos que convendría establecer un noveno ámbito: el de la filosofía para reflexionar sobre los demás, para desarrollar la capacidad de pensar y el espíritu crítico, y para saber justificar los valores morales.



Aprender a ser un buen ciudadano precisa de cierto saber filosófico que, aunque no sea especializado, permita distinguir lo justo de lo injusto, ser prudente en nuestros juicios y distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es. No es un saber fácil, pero resulta conveniente y, por ello, es necesario cultivarlo. Educar para la ciudadanía supone apostar por un modelo pedagógico -especialmente en la escuela y a partir de los primeros años de escolaridad- en el que los escolares aprendan a construir y construyan con criterio propio su modelo de vida feliz, aprendiendo al mismo tiempo a contribuir a la construcción de un modo de vida en comunidad justo y democrático. Esta doble dimensión -individual y relacional, particular y comunitaria- debe conjugarse en el mismo tiempo y espacio, si lo que pretendemos es construir ciudadanía y, sobre todo, si esta se pretende construir en sociedades plurales y diversas.



No todos los modelos de vida feliz son compatibles con los modelos de vida justos y democráticos en comunidad. La segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por la lucha y la conquista profundas de los derechos humanos. En el siglo que iniciamos esta lucha debe ser completada -no sustituida, pero sí completada- con la conquista del cumplimiento a fondo de los deberes que, como seres humanos, hemos de asumir en nuestra convivencia diaria.



Las transformaciones sociales y tecnológicas, los movimientos migratorios y el carácter interconectado que acompaña al proceso de globalización que estamos viviendo, plantean a las sociedades más desarrolladas, y concretamente a los sectores más favorecidos de estas, retos que exigen respuestas difíciles de dar de forma natural. Los sectores más favorecidos de nuestro mundo, y en especial los que disfrutamos del llamado “primer mundo”, debemos priorizar en nuestras políticas educativas acciones orientadas a la formación de una ciudadanía activa, que sea capaz de dar respuesta a estos retos. Retos que probablemente supondrán confrontación con la aceptación de límites a comportamientos excesivamente centrados en el derecho a tener derechos y poco comprometidos con los derechos de los demás; es decir, con asumir deberes con la humanidad, cuando estos comporten límites a los derechos propios. Vivimos en una sociedad donde impera la diversidad -diferencia- y es este un factor que puede provocar un aumento de las desigualdades. Avanzar hacia una sociedad inclusiva en contextos de diversidad y de diferencia exige formar no solo ciudadanos que defiendan y luchen por sus derechos de primera y segunda generación, sino que también reconozcan la diferencia como factor de progreso y estén dispuestos a luchar por los derechos de los demás para evitar desigualdades, aunque sea a costa de perder determinados niveles de disfrute de estos derechos de primera y segunda generación de los que ahora gozamos algunos, y que en parte son causa de las situaciones de desigualdad en nuestro mundo. Formar una ciudadanía que procure la transformación de nuestra sociedad en una sociedad más justa y equitativa no es fácil y no se trata de un reto que pueda confiarse únicamente a la familia y a los agentes de educación no formal e informal.



Este modelo de ciudadanía activa es necesario y no se improvisa. Ignorar su necesidad solo es propio de sociedades terminales, en las que algunos necios pretenden el logro del máximo beneficio particular en detrimento del bien común, olvidando que incluso el disfrute de los bienes particulares, para que sea feliz y gratificante, precisa de un clima de convivencia y paz, difícil de mantener si olvidamos cultivar y consolidar tal bien común. Educar en función de este modelo de ciudadanía requiere acciones pedagógicas orientadas a la persona en su globalidad, a la inteligencia, a la razón, al sentimiento y a la voluntad. La escuela es la institución que mejor puede desarrollar esta tarea en la infancia y la juventud. La escuela es un buen espacio para aprender a vivir en comunidad, disfrutando derechos y compartiendo deberes, para ser reconocido como persona y reconocer a los otros como tales, para aceptar normas y participar en su transformación y mejora. Pero la escuela también puede ser un espacio donde aprender a ser vulnerable y excluido, donde se enseña a respetar normas en las que no se puede incidir ni trabajar por mejorarlas, donde se aprende a cumplir con lo establecido y a someter la propia voluntad a la del más fuerte. La escuela es una pieza clave en la manera en cómo nos iniciamos en la vida ciudadana.



El trabajo y la familia han sido hasta ahora fuentes de identidad y de promoción de sentimientos de ciudadanía. Hoy en día, la naturaleza cambiante del trabajo por un lado, y, por otro, las diferentes y múltiples variables que configuran los diferentes estilos de vida familiar, han hecho que estos dos factores pierdan en parte su carácter de fuente de identidad. La escuela permanece como uno de los pocos espacios de creación de un cierto sentido de ciudadanía. A pesar de que algunos piensan que este tipo de formación debería formar parte del ámbito privado-familiar, entendemos que, al margen de la lógica influencia de la familia y de las instituciones y organizaciones religiosas y/o políticas, la sociedad ha de garantizar una formación de la infancia y la juventud adecuada y suficiente en este ámbito. Y la escuela es para ello el instrumento óptimo.



Es necesario aprender a estimar los valores de la democracia en sociedades globalizadas.
En época de globalización, la necesidad de contar con unas raíces sólidas que den sentido ético a nuestras vidas e identidades culturales diversas, junto con la búsqueda de criterios que regulen la convivencia y que garanticen la construcción de una sociedad democrática son factores que reclaman un modelo de educación en valores diferente al de épocas anteriores. En párrafos precedentes ya se han apuntado algunos de los valores a considerar, tales como la sostenibilidad frente a la innovación y el crecimiento ilimitado, la interculturalidad ante la diversidad y la segregación cultural, o el fomento de la equidad para hacer frente a la exclusión social. Norbert Bilbeny, al referirse a estos valores en el marco de valores democráticos en la cultura global, distingue entre valores inherentes, transformaciones negativas y correcciones democráticas. Entre los valores inherentes encontramos conceptos como globalidad informativa, diversidad cultural e innovación. La segunda categoría engloba términos como exclusión social, segregación cultural y crecimiento ilimitado. Y al hablar de correcciones democráticas nos referimos a equidad, interculturalidad y sostenibilidad, por ejemplo. Obviamente la educación no puede por sí sola evitar que la globalización muestre su perfil destructivo y genere transformaciones negativas, pero sí puede contribuir a denunciarlas, e incluso corregirlas, formando ciudadanos y ciudadanas democráticos. La democracia es el mejor aliado. Son necesarios los actos de denuncia y solidaridad, pero sobre todo es necesario formar una sociedad democrática que promueva gobiernos capaces de desarrollar políticas públicas en favor de la justicia, la equidad y la convivencia intercultural.



De nuevo, y con tal de aprender a apreciar y estimar estos valores, es necesaria la escuela. Es necesaria una escuela que forme para la participación activa, que forme en la implicación en la comunidad y, a su vez, en la defensa y profundización de estilos de vida y formas de organizar una sociedad guiada por criterios de equidad, tolerancia y justicia a nivel global. Conviene una escuela que suponga en sí misma un espacio donde degustar los valores que creemos merece la pena aprender, con tal de poder profundizar en la democracia.



Profundizar en la democracia en un mundo globalizado significa avanzar en el logro de los objetivos que marca una concepción activa de la ciudadanía como superación del modelo de ciudadanía propia de las democracias representativas. Es necesario avanzar hacia una concepción de la ciudadanía que vaya más allá de la ciudadanía social planteada por Marshall y que se sitúe en el tránsito entre la sociedad industrial y la sociedad de la información. Se trata de un ideal de ciudadanía propio de democracias participativas, que supone reconocer la insuficiencia de la democracia actual y la necesidad de profundizar en ella. Hablaríamos de una ciudadanía activa, que procura que las personas se comprometan y estén en condiciones de participar en procesos de deliberación y de toma de decisiones en condiciones públicas.

Pero conviene matizar con mayor detalle el significado del concepto ciudadanía activa. El carácter polisémico del término “ciudadanía” permite que todos hablemos de él sin referirnos a lo mismo. Por esta razón, entre otras, puede resultar fácil alcanzar acuerdos sobre el papel en cuestiones relacionadas con la ciudadanía y sus derechos; o incluso, referirnos a la educación para la ciudadanía desde posiciones bien diferentes, aun utilizando los mismos términos.



Existen dos posiciones básicas y diferenciadas al respecto. En una de ellas están los que se refieren a una ciudadanía claramente despolitizada y en la otra aquellos que no pueden entender un ideal de ciudadanía sin voluntad política y de transformación social. Nuestra propuesta sobre ciudadanía activa se sitúa en la segunda de las posiciones.



En el fondo, el concepto de ciudadanía tiene que ver con las diferentes concepciones y maneras acerca de cómo nos relacionamos las personas con el mercado y con la comunidad política. En torno a estos tres factores -persona, mercado y comunidad política- se generan distintas percepciones con respecto a la ciudadanía activa. Respecto a las dos posiciones mencionadas, la primera corresponde a una concepción neoliberal de ciudadanía; una concepción despolitizada, en la que se entiende que la ciudadanía como tal no es promotora -ni podrá serlo- de más igualdad ni de más justicia y que se ciñe, en todo caso, al ejercicio de unos derechos civiles y políticos. Esta concepción de ciudadanía comporta educar en el cumplimiento de las normas, en el ejercicio de la responsabilidad -aunque fundamentalmente se refiere a una responsabilidad personal y social, y no tanto a una responsabilidad ética- y en mayor o menor medida es ajena a las cuestiones relacionadas con los derechos sociales y a las iniciativas de participación ciudadana a favor de procesos de transformación social o por una mayor igualdad. Se trata de una concepción de ciudadanía, como señala Anna Ayuste, que entiende que el paro, la desocupación laboral, la pobreza o la exclusión son algo propio de determinados colectivos y que tienen causas subjetivas, culturales, e incluso -alguien puede llegar a opinar- naturales. Son planteamientos sobre ciudadanía que sostienen que, en principio, no hay necesidad de respuestas sociales a este tipo de temas y en los cuales el ciudadano es fundamentalmente tomado como un consumidor, como un sujeto centrado fundamentalmente en sus intereses. Se trata de un tipo de ciudadanía muy escasa de solidaridad, que a lo sumo contempla la caridad y el voluntarismo. Un modelo de ciudadanía que puede llegar a promover el voluntariado, pero que no integra la solidaridad ni como valor ni como deber. En definitiva, y simplificando, que aboga por una ciudadanía en la que la transformación social no preocupa.



La ciudadanía activa -la que nos ocupa- se sitúa en una posición bien distinta; plantea un modelo en el que la sociedad civil ha de ser la protagonista o en el que, por lo menos, esta debe incrementar su protagonismo en las cuestiones públicas y en la toma de decisiones. Es una concepción sobre la ciudadanía que pretende integrar los derechos civiles y políticos con los derechos sociales. De poco sirve tener derecho a la vivienda y a la educación, si en la práctica no es posible el acceso a ellas. Es una posición sobre el ideal de ciudadanía que hace patente la insuficiencia de los sistemas de democracia representativa y que aboga por una ciudadanía que amplíe los intereses de la sociedad civil hacia un compromiso con la igualdad y la inclusión social.



Por ello, la lista de valores que conviene aprender a estimar para poder profundizar en la democracia, debe incorporar junto a los valores de libertad, diversidad y tolerancia, aquellos que permitan adoptar una actitud crítica ante el mundo, tomar conciencia del mismo, interesarse por comprender sus dinámicas y problemas, compartir y sentir con los demás, confiar en el apoyo mutuo, y actuar de acuerdo con criterios de justicia y solidaridad en su transformación. Un conjunto de valores que no pueden ser aprendidos solo mediante la reflexión y que requieren ambientes de aprendizaje y convivencia impregnados precisamente de dichos valores.







Extraído de
Educación y ciudadanía en sociedades democráticas: hacia una ciudadanía colaborativa
Miquel Martínez Martín
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

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