De las
distintas maneras que resulten de tramitar lo que ocurre en la vida cotidiana
escolar, se irá conformando el proceso de la convivencia, es decir, la escuela
irá creando el dispositivo que se da para interactuar con otros, para regular
los conflictos y para encarar las situaciones que hacen a la enseñanza y al
aprendizaje. La creación de este dispositivo, que encauza la interacción y da
marco al aprendizaje, es una competencia ineludible de la escuela. Como tal no
existe de una vez para siempre; por el contrario, resulta y se sustenta de los
intercambios cotidianos que lo alimentan y desarrollan. En palabras de Miquel
Martínez, es sobre la creación de este dispositivo, de este escenario, donde
resulta posible aprender a convivir y, por tanto, aprender a vivir mejor de
como lo hacemos habitualmente. El mismo autor agrega que es conviviendo como
las personas aprendemos o no a ser felices, a la vez que resulta difícil
imaginar cómo aprender a ser personas sin aprender a ser en la convivencia con
los demás.
Cuando
entendemos la convivencia como un dispositivo de construcción colectiva, efecto
de los intercambios y relaciones entre los distintos miembros de la comunidad
educativa y de los valores y las normas que la sustentan, y ya no como un
conjunto de dificultades individuales de algunos que aprenden o enseñan, “se
nos abre la posibilidad de pensarla como una problemática educativa”. Al
situarla en este marco, comienzan a tener protagonismo cuestiones como la
posición de los docentes en la relación pedagógica o en la intervención para
solucionar conflictos; las formas y niveles de autoritarismo; los vínculos
entre los docentes, entre los alumnos y los docentes, entre los alumnos o entre
la escuela y los padres como la relación de la escuela con la comunidad; los
climas institucionales; la valoración del esfuerzo de los alumnos; las
metodologías usadas; las posibilidades de participación; las prácticas… entre
muchos otros aspectos. Parece fundamental, entonces, colocar estas cuestiones
en un marco donde aprender a vivir con otros constituya un eje central de las
experiencias de aprendizaje que los alumnos puedan desarrollar en la escuela y
de la enseñanza de los docentes.
Pensar la
convivencia escolar como un dispositivo de construcción colectiva nos permite
situar la problemática en el ámbito educativo, ámbito de incumbencia específico
de la escuela. Sin
duda que en muchas de las situaciones que se manifiesten, se hará evidente que
no podrá sola y, por ello, será oportuno instalar alianzas o propiciar trabajos
en red para encauzar el tratamiento de lo que allí ocurra. Pero, al delimitar
su ámbito de incumbencia, nos permite hacer visibles las dimensiones de los
problemas, reconocer debilidades y fortalezas, y situar más adecuadamente las
secuencias de acciones necesarias. Por otra parte, nos parece que, pensada de
esta manera, da lugar a una mirada más inclusiva, que recoge los distintos
modos de relación que se producen en las instituciones educativas, a diferencia
de la que prioriza o instala en algunos la alternativa negativa o indeseable de
la violencia, la indisciplina o la desmotivación. Esto
no quiere decir que no se las reconozca como posibilidades del vínculo y que la
escuela necesita dar una respuesta contundente, cuando estos hechos suceden, y
canalizarlos hacia fines más positivos en los que el respeto y el diálogo con
el otro sea una realidad.
Más aún, cuando
la situación afecta directamente las posibilidades de brindar una educación de
calidad, que sirva de referencia vital para quienes son educandos como también
para el profesorado, para que pueda sentirse bien y partícipe de sus
actividades.
Extraído de
El desafío de la
convivencia escolar: apostar por la escuelaAlicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores
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