miércoles, noviembre 28, 2012

Necesidad de la formación ciudadana

En sociedades como las nuestras, donde se hace cada vez más difícil la reflexión en común, la Calidad Educativa no puede ser un concepto impuesto desde el exterior ¿Qué escuela  necesitamos? ¿Para qué sociedad? ¿Es nuestra democracia, una adecuada forma de convivencia? ¿Cómo mejorarla? ¿A qué valores apuntar?



Una educación de calidad no es posible sin educar en valores que permitan vivir de manera sostenible y sustentable tanto a nivel personal como laboral y comunitario
La educación en la sociedad de la información, que ojalá fuese también la del conocimiento y el aprendizaje continuo para todos, debe permitir que las personas seamos funcionalmente competentes para gobernar nuestras vidas. Debe promover que seamos funcionalmente alfabetos y capaces de movilizar nuestros conocimientos, habilidades y actitudes, para poder regular nuestra vida de forma sostenible y para disponer de criterio propio. La profusión de información, el avance en las tecnologías y la diversidad han provocado que este mundo global -sin fronteras para algunos- haya llegado a cuotas de complejidad tales, que hacen que no pueda ser abordado de forma satisfactoria en clave de simplicidad. Además, nuestra sociedad se caracteriza por mantener, e incluso agudizar, profundas desigualdades en el acceso y disfrute de derechos así como en la exigencia y cumplimiento de deberes. En definitiva, nos encontramos ante un mundo complejo y plural que requiere transformaciones en aras de una mayor justicia y equidad. Es necesaria más formación para poder participar en los asuntos públicos propios de una ciudadanía activa. De lo contrario, ni la sostenibilidad comunitaria, ni tan siquiera la laboral y la personal serán alcanzables en sociedades plurales y diversas como las actuales en esta época de globalización.



Por ello, actualmente, la educación adquiere una relevancia especial para aquellos que creemos que a través de ella es posible la transformación de nuestra sociedad en otra más digna, inclusiva, cohesionada y equitativa. Obviamente será difícil tal transformación si la educación -en primer lugar el sistema educativo en todos sus niveles, desde la educación infantil hasta la universitaria y la profesional- no se plantea con el mismo interés avanzar hacia un modelo que garantice, a la vez que calidad en los aprendizajes, competencia en los jóvenes para una adecuada incorporación al mundo del trabajo, más equidad y más inclusión social. Una sociedad inclusiva, equitativa y digna es aquella en la que sus ciudadanos, además de practicar una ciudadanía activa, son personas con criterio propio, que valoran el esfuerzo y la superación personal en el mundo del estudio y del trabajo, que procuran la felicidad, respetan la diversidad y son capaces de tomar decisiones con responsabilidad. Así pues, la preparación para el mundo del trabajo y la formación para una ciudadanía activa se están convirtiendo en los dos objetivos más relevantes de la educación para las próximas décadas.



Aprender a vivir de manera sostenible a nivel comunitario y ciudadano en un mundo complejo supone aprender a valorar lo más próximo: por una parte, nuestra familia, nuestra cultura, nuestra civilización y nuestro país -mundo de los sentimientos-; saber argumentar su valor, comunicarlo y poder así compartir con otros lo valioso de sus mundos -mundo de la competencia comunicativa y del lenguaje-, por otra; y finalmente, aprender a tener criterio propio, saber optar con responsabilidad en este mundo complejo y diverso, y saber construir conjuntamente criterios y principios de valor compartidos que garanticen la convivencia intercultural en sociedades plurales -mundo de las competencias éticas y ciudadanas-. Estas son, a mi juicio, necesidades formativas que no siempre se aprenden de manera informal e incidental. Por ello y porque es razonable querer garantizar esta formación para toda la población, conviene plantear la necesidad de formar ciudadanos y ciudadanas, y entender que los anteriores objetivos son los primeros que cabe atender en toda propuesta de educación para la ciudadanía.



Conviene disponer de un espacio para practicar lo que significa ser ciudadano desde los primeros años de escolaridad, así como para reflexionar sobre lo que supone serlo
Además de lo argumentado hasta aquí, quisiera formular otra razón más a favor de la necesidad de educar para la ciudadanía en época de globalización, y en esta ocasión sí que me referiré en especial a la escuela como institución privilegiada. Si revisamos los estudios e informes recientes sobre la calidad de la educación en el mundo, es fácil comprobar cómo en ellos se insiste en plantear ocho ámbitos de aprendizaje: lingüístico, numérico, científico, tecnológico, cultural, aprender a aprender, aprender a emprender y aprender a ser un buen ciudadano. La Unión Europea reconoce estos factores como competencias básicas de la educación. No obstante, algunos pensamos que convendría establecer un noveno ámbito: el de la filosofía para reflexionar sobre los demás, para desarrollar la capacidad de pensar y el espíritu crítico, y para saber justificar los valores morales.



Aprender a ser un buen ciudadano precisa de cierto saber filosófico que, aunque no sea especializado, permita distinguir lo justo de lo injusto, ser prudente en nuestros juicios y distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es. No es un saber fácil, pero resulta conveniente y, por ello, es necesario cultivarlo. Educar para la ciudadanía supone apostar por un modelo pedagógico -especialmente en la escuela y a partir de los primeros años de escolaridad- en el que los escolares aprendan a construir y construyan con criterio propio su modelo de vida feliz, aprendiendo al mismo tiempo a contribuir a la construcción de un modo de vida en comunidad justo y democrático. Esta doble dimensión -individual y relacional, particular y comunitaria- debe conjugarse en el mismo tiempo y espacio, si lo que pretendemos es construir ciudadanía y, sobre todo, si esta se pretende construir en sociedades plurales y diversas.



No todos los modelos de vida feliz son compatibles con los modelos de vida justos y democráticos en comunidad. La segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por la lucha y la conquista profundas de los derechos humanos. En el siglo que iniciamos esta lucha debe ser completada -no sustituida, pero sí completada- con la conquista del cumplimiento a fondo de los deberes que, como seres humanos, hemos de asumir en nuestra convivencia diaria.



Las transformaciones sociales y tecnológicas, los movimientos migratorios y el carácter interconectado que acompaña al proceso de globalización que estamos viviendo, plantean a las sociedades más desarrolladas, y concretamente a los sectores más favorecidos de estas, retos que exigen respuestas difíciles de dar de forma natural. Los sectores más favorecidos de nuestro mundo, y en especial los que disfrutamos del llamado “primer mundo”, debemos priorizar en nuestras políticas educativas acciones orientadas a la formación de una ciudadanía activa, que sea capaz de dar respuesta a estos retos. Retos que probablemente supondrán confrontación con la aceptación de límites a comportamientos excesivamente centrados en el derecho a tener derechos y poco comprometidos con los derechos de los demás; es decir, con asumir deberes con la humanidad, cuando estos comporten límites a los derechos propios. Vivimos en una sociedad donde impera la diversidad -diferencia- y es este un factor que puede provocar un aumento de las desigualdades. Avanzar hacia una sociedad inclusiva en contextos de diversidad y de diferencia exige formar no solo ciudadanos que defiendan y luchen por sus derechos de primera y segunda generación, sino que también reconozcan la diferencia como factor de progreso y estén dispuestos a luchar por los derechos de los demás para evitar desigualdades, aunque sea a costa de perder determinados niveles de disfrute de estos derechos de primera y segunda generación de los que ahora gozamos algunos, y que en parte son causa de las situaciones de desigualdad en nuestro mundo. Formar una ciudadanía que procure la transformación de nuestra sociedad en una sociedad más justa y equitativa no es fácil y no se trata de un reto que pueda confiarse únicamente a la familia y a los agentes de educación no formal e informal.



Este modelo de ciudadanía activa es necesario y no se improvisa. Ignorar su necesidad solo es propio de sociedades terminales, en las que algunos necios pretenden el logro del máximo beneficio particular en detrimento del bien común, olvidando que incluso el disfrute de los bienes particulares, para que sea feliz y gratificante, precisa de un clima de convivencia y paz, difícil de mantener si olvidamos cultivar y consolidar tal bien común. Educar en función de este modelo de ciudadanía requiere acciones pedagógicas orientadas a la persona en su globalidad, a la inteligencia, a la razón, al sentimiento y a la voluntad. La escuela es la institución que mejor puede desarrollar esta tarea en la infancia y la juventud. La escuela es un buen espacio para aprender a vivir en comunidad, disfrutando derechos y compartiendo deberes, para ser reconocido como persona y reconocer a los otros como tales, para aceptar normas y participar en su transformación y mejora. Pero la escuela también puede ser un espacio donde aprender a ser vulnerable y excluido, donde se enseña a respetar normas en las que no se puede incidir ni trabajar por mejorarlas, donde se aprende a cumplir con lo establecido y a someter la propia voluntad a la del más fuerte. La escuela es una pieza clave en la manera en cómo nos iniciamos en la vida ciudadana.



El trabajo y la familia han sido hasta ahora fuentes de identidad y de promoción de sentimientos de ciudadanía. Hoy en día, la naturaleza cambiante del trabajo por un lado, y, por otro, las diferentes y múltiples variables que configuran los diferentes estilos de vida familiar, han hecho que estos dos factores pierdan en parte su carácter de fuente de identidad. La escuela permanece como uno de los pocos espacios de creación de un cierto sentido de ciudadanía. A pesar de que algunos piensan que este tipo de formación debería formar parte del ámbito privado-familiar, entendemos que, al margen de la lógica influencia de la familia y de las instituciones y organizaciones religiosas y/o políticas, la sociedad ha de garantizar una formación de la infancia y la juventud adecuada y suficiente en este ámbito. Y la escuela es para ello el instrumento óptimo.



Es necesario aprender a estimar los valores de la democracia en sociedades globalizadas.
En época de globalización, la necesidad de contar con unas raíces sólidas que den sentido ético a nuestras vidas e identidades culturales diversas, junto con la búsqueda de criterios que regulen la convivencia y que garanticen la construcción de una sociedad democrática son factores que reclaman un modelo de educación en valores diferente al de épocas anteriores. En párrafos precedentes ya se han apuntado algunos de los valores a considerar, tales como la sostenibilidad frente a la innovación y el crecimiento ilimitado, la interculturalidad ante la diversidad y la segregación cultural, o el fomento de la equidad para hacer frente a la exclusión social. Norbert Bilbeny, al referirse a estos valores en el marco de valores democráticos en la cultura global, distingue entre valores inherentes, transformaciones negativas y correcciones democráticas. Entre los valores inherentes encontramos conceptos como globalidad informativa, diversidad cultural e innovación. La segunda categoría engloba términos como exclusión social, segregación cultural y crecimiento ilimitado. Y al hablar de correcciones democráticas nos referimos a equidad, interculturalidad y sostenibilidad, por ejemplo. Obviamente la educación no puede por sí sola evitar que la globalización muestre su perfil destructivo y genere transformaciones negativas, pero sí puede contribuir a denunciarlas, e incluso corregirlas, formando ciudadanos y ciudadanas democráticos. La democracia es el mejor aliado. Son necesarios los actos de denuncia y solidaridad, pero sobre todo es necesario formar una sociedad democrática que promueva gobiernos capaces de desarrollar políticas públicas en favor de la justicia, la equidad y la convivencia intercultural.



De nuevo, y con tal de aprender a apreciar y estimar estos valores, es necesaria la escuela. Es necesaria una escuela que forme para la participación activa, que forme en la implicación en la comunidad y, a su vez, en la defensa y profundización de estilos de vida y formas de organizar una sociedad guiada por criterios de equidad, tolerancia y justicia a nivel global. Conviene una escuela que suponga en sí misma un espacio donde degustar los valores que creemos merece la pena aprender, con tal de poder profundizar en la democracia.



Profundizar en la democracia en un mundo globalizado significa avanzar en el logro de los objetivos que marca una concepción activa de la ciudadanía como superación del modelo de ciudadanía propia de las democracias representativas. Es necesario avanzar hacia una concepción de la ciudadanía que vaya más allá de la ciudadanía social planteada por Marshall y que se sitúe en el tránsito entre la sociedad industrial y la sociedad de la información. Se trata de un ideal de ciudadanía propio de democracias participativas, que supone reconocer la insuficiencia de la democracia actual y la necesidad de profundizar en ella. Hablaríamos de una ciudadanía activa, que procura que las personas se comprometan y estén en condiciones de participar en procesos de deliberación y de toma de decisiones en condiciones públicas.

Pero conviene matizar con mayor detalle el significado del concepto ciudadanía activa. El carácter polisémico del término “ciudadanía” permite que todos hablemos de él sin referirnos a lo mismo. Por esta razón, entre otras, puede resultar fácil alcanzar acuerdos sobre el papel en cuestiones relacionadas con la ciudadanía y sus derechos; o incluso, referirnos a la educación para la ciudadanía desde posiciones bien diferentes, aun utilizando los mismos términos.



Existen dos posiciones básicas y diferenciadas al respecto. En una de ellas están los que se refieren a una ciudadanía claramente despolitizada y en la otra aquellos que no pueden entender un ideal de ciudadanía sin voluntad política y de transformación social. Nuestra propuesta sobre ciudadanía activa se sitúa en la segunda de las posiciones.



En el fondo, el concepto de ciudadanía tiene que ver con las diferentes concepciones y maneras acerca de cómo nos relacionamos las personas con el mercado y con la comunidad política. En torno a estos tres factores -persona, mercado y comunidad política- se generan distintas percepciones con respecto a la ciudadanía activa. Respecto a las dos posiciones mencionadas, la primera corresponde a una concepción neoliberal de ciudadanía; una concepción despolitizada, en la que se entiende que la ciudadanía como tal no es promotora -ni podrá serlo- de más igualdad ni de más justicia y que se ciñe, en todo caso, al ejercicio de unos derechos civiles y políticos. Esta concepción de ciudadanía comporta educar en el cumplimiento de las normas, en el ejercicio de la responsabilidad -aunque fundamentalmente se refiere a una responsabilidad personal y social, y no tanto a una responsabilidad ética- y en mayor o menor medida es ajena a las cuestiones relacionadas con los derechos sociales y a las iniciativas de participación ciudadana a favor de procesos de transformación social o por una mayor igualdad. Se trata de una concepción de ciudadanía, como señala Anna Ayuste, que entiende que el paro, la desocupación laboral, la pobreza o la exclusión son algo propio de determinados colectivos y que tienen causas subjetivas, culturales, e incluso -alguien puede llegar a opinar- naturales. Son planteamientos sobre ciudadanía que sostienen que, en principio, no hay necesidad de respuestas sociales a este tipo de temas y en los cuales el ciudadano es fundamentalmente tomado como un consumidor, como un sujeto centrado fundamentalmente en sus intereses. Se trata de un tipo de ciudadanía muy escasa de solidaridad, que a lo sumo contempla la caridad y el voluntarismo. Un modelo de ciudadanía que puede llegar a promover el voluntariado, pero que no integra la solidaridad ni como valor ni como deber. En definitiva, y simplificando, que aboga por una ciudadanía en la que la transformación social no preocupa.



La ciudadanía activa -la que nos ocupa- se sitúa en una posición bien distinta; plantea un modelo en el que la sociedad civil ha de ser la protagonista o en el que, por lo menos, esta debe incrementar su protagonismo en las cuestiones públicas y en la toma de decisiones. Es una concepción sobre la ciudadanía que pretende integrar los derechos civiles y políticos con los derechos sociales. De poco sirve tener derecho a la vivienda y a la educación, si en la práctica no es posible el acceso a ellas. Es una posición sobre el ideal de ciudadanía que hace patente la insuficiencia de los sistemas de democracia representativa y que aboga por una ciudadanía que amplíe los intereses de la sociedad civil hacia un compromiso con la igualdad y la inclusión social.



Por ello, la lista de valores que conviene aprender a estimar para poder profundizar en la democracia, debe incorporar junto a los valores de libertad, diversidad y tolerancia, aquellos que permitan adoptar una actitud crítica ante el mundo, tomar conciencia del mismo, interesarse por comprender sus dinámicas y problemas, compartir y sentir con los demás, confiar en el apoyo mutuo, y actuar de acuerdo con criterios de justicia y solidaridad en su transformación. Un conjunto de valores que no pueden ser aprendidos solo mediante la reflexión y que requieren ambientes de aprendizaje y convivencia impregnados precisamente de dichos valores.







Extraído de
Educación y ciudadanía en sociedades democráticas: hacia una ciudadanía colaborativa
Miquel Martínez Martín
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

lunes, noviembre 19, 2012

La función democratizadora de la escuela

Todos coincidimos en la necesidad de ingresar al camino de la Calidad Educativa, y eso significa mucho más que aprendizajes de “materias básicas”. Un lugar privilegiado ocupa el aprender a convivir, en forma democrática. Para lograrlo ¿Qué escuela debemos tener?



A partir del informe de la Unesco, aprender a convivir comienza a ocupar un lugar entre las preocupaciones de las políticas educativas y esta nueva preocupación excede la perspectiva academicista de la concepción moderna que pensó la escuela. Tras el profundo cambio de los marcos tradicionales de la existencia operados en los últimos tiempos, el informe señala que surge una nueva obligación, que nos exige aprender a vivir juntos; esta obligación conlleva la necesidad de conocer mejor a los demás, su historia y sus tradiciones. La señala como una preocupación relevante y la enmarca como un aprendizaje para todos. A vivir juntos, a convivir con otros, se aprende. Y la escuela debe comprometerse sistemática y reflexivamente en este aprendizaje.


Esta preocupación se alimenta además en la necesidad de apoyar el proceso de desarrollo de los sistemas democráticos en nuestra región. La educación tiene un papel importante en dar forma a las interacciones entre los ciudadanos, para establecer valores y crear las condiciones que hagan posible instalar una cultura democrática, que ayude a la gobernabilidad. Para ello es necesario traspasar el currículo centrado en la educación cívica, en conocimientos y deberes, para transitar a otro en que la cultura ciudadana se centre en la participación y la responsabilidad. Es la escuela la que puede instalar un círculo virtuoso.



La educación tiene el potencial de lograr que la democracia se afiance en la base cultural de la sociedad, y esta es una posibilidad que no se debe desperdiciar. El desafío es establecer un círculo virtuoso entre institucionalidad política democrática y cultura política democrática a través de la educación.


La instalación de estos procesos ha tenido un gran avance en los países de la región y, si bien, por un lado, puede ser considerada como consolidada -especialmente en su aspecto de elección democrática-, por otro, tiene lugar junto a la persistencia de un atraso significativo en la ciudadanía civil y social, que se manifiesta, entre otros muchos aspectos, en un desigual acceso a la justicia y a la equidad, donde la exclusión de gran parte de la población es una realidad y un dato en permanente crecimiento. Para su transformación se necesitan ciudadanos activos, participativos y educados en la cultura democrática; necesitamos una convivencia reflexiva y hasta contracultural, que fortalezca un protagonismo relevante en su relación con los procesos de construcción de ciudadanía. Como lo manifiestan distintos enfoques, la democracia misma requiere de ciudadanos capaces y educados para influir sobre ella. Justamente, Giovanni Sartori 3 describe la democracia como una idea y señala que, a diferencia de las dictaduras -a las que caracteriza como fáciles, pues nos caen encima solas-, las democracias son difíciles y, para su vigencia efectiva, tienen que ser promovidas y creídas. Esta concepción recoge lo postulado por varios autores que piensan la democracia como forma de vida y no solo como forma de gobierno, lo que implica la necesidad de una ciudadanía activa, protagonista de los asuntos relacionados con el bien común.



El sistema democrático se apoya en la participación, entendida como acontecimiento voluntario, para que todas las voces de los ciudadanos puedan estar representadas, a fin de tomar las decisiones más justas y convenientes en función del bien común. Sin esta participación, la legitimidad de las instituciones decae y no se constituyen en representantes genuinas de todas las voces. Pero, como fue señalado, esto no se alcanza con una ciudadanía formal, asentada en una educación cívica con conocimientos sobre la constitución, las leyes, los poderes del Estado y los deberes del ciudadano, como recogían los programas educativos desde los comienzos del sistema educativo. Prevenidos de que la instauración de la democracia no se agota en el funcionamiento formal de las instituciones y de que una cultura democrática con valores específicos enraizados en la vida cotidiana es aún más un proyecto que una tarea cumplida, los sistemas educativos comienzan a reformular el acompañamiento desde la escuela y apostar fuertemente para pasar de una educación cívica a una educación para la ciudadanía, que requiere la ampliación misma de esta noción a otros aspectos sociales, políticos y culturales.


La antropóloga mexicana Rossana Reguillo Cruz advierte que los tres aspectos que reconoce Marshall en la ciudadanía (legal, política y social) presentan, en los hechos, terribles y dolorosas exclusiones, desigualdades e injusticias. Mientras la dimensión civil incluye por definición a todos los miembros de un territorio nacional, plantea que las evidencias empíricas señalan la extrema vulnerabilidad de ciertos grupos sociales frente al Estado nacional, por ejemplo los indígenas o los jóvenes. En el plano de la llamada ciudadanía política –agrega la situación no es mejor. Si esta dimensión se define por el derecho a la participación en los asuntos de interés colectivo, donde lo electoral es su piedra angular, está ampliamente documentado que en este nivel se agravan los procesos excluyentes, al dejar fuera del ámbito de las decisiones y de las participaciones a los sectores más vulnerables. La capacidad de estos sectores se ve reducida, en general, a la organización partidista y corporativa, que no logra admitir la esfera de las diferencias como elemento sustantivo para la decisión y la participación política. Señala que quedan así invisibilizadas las cuestiones de género y etnias, identidades juveniles entre otras. El voto, de esta manera, se convierte en una herramienta de legitimación y no de transformación. La ciudadanía social es, sin duda, la más golpeada de todas estas dimensiones. Hay consenso en considerar que en muchos países latinoamericanos las políticas económicas fortalecieron la lógica del mercado y debilitaron al Estado, reduciendo al mínimo las políticas públicas destinadas a brindar el acceso a ciertas garantías sociales. La pobreza y las precarias condiciones de salud pueden ser leídas como síntomas del repliegue del Estado, que abandona a su suerte a los sectores más vulnerables. Como bien pone en evidencia Reguillo Cruz, el pleno desarrollo de la ciudadanía muestra aún aspectos que deben ser contemplados, si pretendemos una instalación plena de los procesos democráticos.



De acuerdo con las consideraciones anteriores, se asume que uno de los más grandes desafíos del contexto de la crisis de la modernidad es la profundización de la democracia, a partir de su radicalización, como sostiene Jürgen Habermas, es decir, por un reclamo de más democracia y no de menos. Para esto, parece fundamental la creación de procedimientos que garanticen una participación autónoma y racional, como también instancias y espacios deliberativos y de toma de decisiones, que permitan incorporar en estos procesos a amplios sectores de la sociedad. Sin lugar a dudas, para que esta concepción de ciudadanía democrática participativa tenga plena vigencia en América Latina y no resulte ficticia, la formación ciudadana que debe brindar la escuela se convierte en un genuino reto.



En este marco, la convivencia entre adultos y niños y jóvenes, concebida como el dispositivo que constituye la institución educativa en su espacio social específico, hace posible el aprendizaje del patrimonio cultural y social por parte de las nuevas generaciones y se muestra singularmente potente para que los alumnos puedan acceder a una cultura ciudadana, que promocione los valores democráticos, la participación y la responsabilidad. Promocionar los valores que estarían en la base para conformar sociedades democráticas y plurales, puede ser un importante vector para orientar la función de la escuela. Y no hay manera de realizar esto si no es aprendiendo a vivir con otros, lo que conlleva vivir experiencias de acercamiento, de diálogo, de encuentro y desencuentro en el marco de un conjunto básico de valores y normas que hagan posible esa convivencia.



Extraído de
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela
Alicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores


domingo, noviembre 11, 2012

La convivencia en la escuela

La convivencia pasó de ser un tema disciplinario, a formar parte de la agenda, cuando de hablar de “Calidad Educativa” se trata. No estaremos en ese camino si allí existen problemas que impidan aprender a vivir con otros, a la tolerancia, a la participación, pero ¿A qué llamamos “Convivencia escolar”?



 Entendemos por “convivencia escolar” el conjunto de las interrelaciones que tienen lugar en la escuela entre los diferentes actores vinculados con las tareas de la enseñanza y el aprendizaje. Con este motivo, en la escuela se suscitan muchas y diversas situaciones. Algunas están comprendidas dentro de lo prescrito y de lo esperable, y otras muchas resultan del orden de lo imponderable; unas recogen la necesaria tensión entre lo instituyente y lo instituido, otras la adecuación y el cambio; muchas entrecruzan los intereses personales con situaciones que guardan intereses comunes. En todas ellas, la escuela tiene una importante función tanto socializadora como individualizadora. Todas ellas conllevan un aspecto de enseñanza y otro de aprendizaje. En todas ellas, se puede encontrar o no la posibilidad de aprender a ser mejores personas interrelacionándonos con los otros.



De las distintas maneras que resulten de tramitar lo que ocurre en la vida cotidiana escolar, se irá conformando el proceso de la convivencia, es decir, la escuela irá creando el dispositivo que se da para interactuar con otros, para regular los conflictos y para encarar las situaciones que hacen a la enseñanza y al aprendizaje. La creación de este dispositivo, que encauza la interacción y da marco al aprendizaje, es una competencia ineludible de la escuela. Como tal no existe de una vez para siempre; por el contrario, resulta y se sustenta de los intercambios cotidianos que lo alimentan y desarrollan. En palabras de Miquel Martínez, es sobre la creación de este dispositivo, de este escenario, donde resulta posible aprender a convivir y, por tanto, aprender a vivir mejor de como lo hacemos habitualmente. El mismo autor agrega que es conviviendo como las personas aprendemos o no a ser felices, a la vez que resulta difícil imaginar cómo aprender a ser personas sin aprender a ser en la convivencia con los demás.



Cuando entendemos la convivencia como un dispositivo de construcción colectiva, efecto de los intercambios y relaciones entre los distintos miembros de la comunidad educativa y de los valores y las normas que la sustentan, y ya no como un conjunto de dificultades individuales de algunos que aprenden o enseñan, “se nos abre la posibilidad de pensarla como una problemática educativa”. Al situarla en este marco, comienzan a tener protagonismo cuestiones como la posición de los docentes en la relación pedagógica o en la intervención para solucionar conflictos; las formas y niveles de autoritarismo; los vínculos entre los docentes, entre los alumnos y los docentes, entre los alumnos o entre la escuela y los padres como la relación de la escuela con la comunidad; los climas institucionales; la valoración del esfuerzo de los alumnos; las metodologías usadas; las posibilidades de participación; las prácticas… entre muchos otros aspectos. Parece fundamental, entonces, colocar estas cuestiones en un marco donde aprender a vivir con otros constituya un eje central de las experiencias de aprendizaje que los alumnos puedan desarrollar en la escuela y de la enseñanza de los docentes.



Pensar la convivencia escolar como un dispositivo de construcción colectiva nos permite situar la problemática en el ámbito educativo, ámbito de incumbencia específico de la escuela. Sin duda que en muchas de las situaciones que se manifiesten, se hará evidente que no podrá sola y, por ello, será oportuno instalar alianzas o propiciar trabajos en red para encauzar el tratamiento de lo que allí ocurra. Pero, al delimitar su ámbito de incumbencia, nos permite hacer visibles las dimensiones de los problemas, reconocer debilidades y fortalezas, y situar más adecuadamente las secuencias de acciones necesarias. Por otra parte, nos parece que, pensada de esta manera, da lugar a una mirada más inclusiva, que recoge los distintos modos de relación que se producen en las instituciones educativas, a diferencia de la que prioriza o instala en algunos la alternativa negativa o indeseable de la violencia, la indisciplina o la desmotivación. Esto no quiere decir que no se las reconozca como posibilidades del vínculo y que la escuela necesita dar una respuesta contundente, cuando estos hechos suceden, y canalizarlos hacia fines más positivos en los que el respeto y el diálogo con el otro sea una realidad.



Más aún, cuando la situación afecta directamente las posibilidades de brindar una educación de calidad, que sirva de referencia vital para quienes son educandos como también para el profesorado, para que pueda sentirse bien y partícipe de sus actividades.





Extraído de
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela
Alicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores




sábado, noviembre 03, 2012

Las diferentes concepciones sobre la calidad educativa


Desde este blog sostenemos que la noción de “Calidad Educativa” tiene numerosas aristas, y que se trata de un concepto político, afectado por diversos intereses. Entonces ¿Qué miden las evaluaciones PISA? Los siguientes párrafos hacen reflexiones que pueden ayudarnos a buscar conceptos más apropiados a nuestras puntos de vista.



Pertenezco a la generación universitaria que se nutrió con lecturas clásicas: Homero, Platón, Aristóteles, Cicerón, Horacio y Quintiliano, entre otros, que nos mostraron su mundo y nos enseñaron principios de Ética, Axiología, Dialéctica, Retórica, Antropología Filosófica, Gnoseología y Ontología que, por fortuna, aún marcan un rumbo del pensamiento contemporáneo.



No nos detendremos -aunque en otra oportunidad valdría la pena hacerlo- a revisar en detalle fragmentos del pensamiento educativo que convalide la idea de que los criterios de calidad no son parte del corpus léxico pedagógico, sino una migración de ideas que, proviniendo del campo de la mercadotecnia y de la Planificación Estratégica, se aplicaron sin demasiados escrúpulos teóricos al nuevo discurso educativo. Sólo citaremos a Comenio que, según Piaget, “contribuyó a crear una ciencia de la educación y una técnica de la enseñanza como disciplinas autónomas”.


Decía Comenio, en 1657, en el Capítulo x de la Didáctica Magna: “En las escuelas hay que enseñar todo a todos. No ha de entenderse con esto que juzguemos necesario que todos tengan conocimientos especialmente acabados y laboriosos de todas las ciencias y artes. Eso ni es útil por su misma naturaleza ni posible dada la brevedad de la existencia humana. Ya sabemos que si se pretende conocer tan extensa como minuciosamente cualquier arte […] aun a los ingenios más despiertos puede ocuparles toda la vida. […] Y hay que atender a esto para que no ocurra nada, durante nuestro paso por este mundo, que nos sea tan desconocido que no podamos juzgar modestamente y aplicarlo con prudencia y sin demasiado error.”


De modo que, desde una visión educativa que privilegie a los sujetos y no al control administrativo sobre ellos, la aplicación de modalidades para definir la calidad no debería ser un criterio de exclusión que contradiga la vocación humanista y universal de los conocimientos propia de las instituciones educativas públicas.


Habrá que consignar que cuando se hace referencia a la calidad también se está haciendo a la evaluación. No hay criterio de calidad que no sea medido en función de ciertos tipos de evaluaciones y sabemos, no hay por qué ocultarlo, que toda evaluación es arbitraria. Pero ese es otro tema.


En lugar de la estrecha definición sobre la calidad educativa planteada por la OCDE, nuestro reto estriba en replantearla y ampliarla, es decir, extender tal criterio hasta lograr el beneficio de una formación completa, profunda y permanente al alcance de la totalidad de la población. Lo sustantivo es llegar a institucionalizar diversas modalidades de la formación de adultos y a facilitar y promover el acceso a ellas, a modificar la concepción de “gasto educativo” por el de inversión en educación, a garantizar presupuestos progresivamente crecientes para el desarrollo de las ciencias y las tecnologías y, entre otras reformas, convocar a una modificación profunda de los contenidos disciplinarios, tomando en consideración la urgente necesidad de alentar una formación interdisciplinaria capaz de dar respuestas consistentes y propias a las exigencias de nuestra contemporaneidad.


Los contenidos de calidad serían, entonces, aquellos que respondan tanto a las necesidades locales de formación de la población, en todos los niveles y en todas las edades, como a los desarrollos más complejos de la producción intelectual universal.


La calidad de las instituciones educativas, por otra parte, no sólo se sitúa en la mayor o menor capacidad de los estudiantes, de los docentes y de los investigadores para desempeñar sus tareas sino, también, en el flujo suficiente de recursos con que se nutran, con la infraestructura que requiere ser progresivamente más adecuada y ampliada, con el fluido acceso de la población universitaria -y de quien lo requiera- a la información a través de bibliotecas y sistemas electrónicos, con laboratorios y salones de clases confortables y con instalaciones deportivas que cumplan con los requisitos de la vieja y sabia recomendación helénica de educar al cuerpo y al espíritu. La calidad de las instituciones educativas -que repercutirá directamente sobre los actores de las actividades académicas- se verifica en los recursos aplicados para que estudiantes y académicos tengan la opción de realizar estudios en otras universidades, sin que ello afecte su adscripción de origen, en establecer redes de colaboración con licenciaturas y posgrados de todo el país, con el cofinanciamiento de investigaciones de interés común entre diversas instituciones y con una flexibilidad curricular que no sea solamente interna sino universal.


Estaríamos de acuerdo en aceptar y en adecuar a nuestras propias circunstancias, valores y modos de comportamientos privados y públicos, los principios generales enlistados por Climent Giné sobre una educación de calidad, caracterizada por “Ser accesible a todos los ciudadanos; facilitar los recursos personales, organizativos y materiales, ajustados a las necesidades de cada alumno para que todos puedan tener las oportunidades que promoverán lo más posible su progreso académico y personal. Promover cambio e innovación en la institución escolar y en las aulas (lo que se conseguirá, entre otros medios, posibilitando la reflexión compartida sobre la propia práctica docente y el trabajo colaborativo del profesorado). Promover la participación activa del alumnado, tanto en el aprendizaje como en la vida de la institución, en un marco de valores donde todos se sientan respetados y valorados como personas; lograr la participación de las familias e insertarse en la comunidad” y “estimular y facilitar el desarrollo y el bienestar del profesorado y de los demás profesionales del centro”.


Pareciera, tanto en función de las experiencias propias como en las tendencias más actuales del pensamiento educativo, que no es posible lograr la calidad en el comportamiento profesional de los sujetos, sino a partir de la calidad de las instituciones educativas en las que son formados. Las instituciones de calidad son aquellas que aplican recursos y cualidades académicas para que los estudiantes tengan la posibilidad y la libertad de acceder -independientemente de su origen socioeconómico- a una formación académica del más alto nivel, capaz de recuperar el sentido republicano de nuestras universidades. Aspiramos a una formación profesional exigente pero, al mismo tiempo, cálida, democrática y humanista, que en vez de discriminar apriorísticamente esté en condiciones de equiparar a sujetos de diversos sectores sociales, haciendo valer no el origen sino el esfuerzo, el estudio meticuloso y profundo, la capacidad crítica y la vocación por el trabajo científico.



Los datos incluidos en la primera parte de esta intervención pueden ser suficientes -hay más y aún más controvertidos- como para tomar en consideración que desde nuestras universidades no sólo tenemos que atender los asuntos internos de todo tipo sino, también, abrir las puertas de las instituciones y de la inteligencia para afrontar con creatividad los retos sociales más acuciantes.


No podemos resolver los problemas de pobreza, no podemos desconocer el peso que los organismos internacionales de crédito tienen sobre el diseño de las políticas educativas, ni podemos incidir en pro de una mayor equidad en la distribución de la riqueza. Pero podemos intervenir en esos temas y en muchos más; el sistema educativo nacional, sobre todo a través de las universidades, tiene una inmensa posibilidad de articular las tareas académicas que desarrollamos en todos sus ámbitos del conocimiento con los más sentidos requerimientos sociales.



Una reconceptualización de los criterios de calidad no necesita reproducir el control burocrático sobre los actores fundamentales de la vida académica, sino que podría transformarse en una modalidad consistente y apta para detectar puntos críticos en el sistema educativo y aunar esfuerzos para remediarlos. La evaluación, en lugar de ser un dispositivo de sanción puede transformarse en un instrumento de autocrítica y superación, ya que la buena educación asegurada por todas las instituciones educativas del país es una aspiración pública que merece ser cristalizada en hechos.


Si como lo sostienen las organizaciones encargadas de auspiciar la calidad educativa, “la evaluación de la calidad [permite] aprender de los errores y seguir mejorando”, podríamos considerar que hemos aprendido y queremos mejorar.

No es nuestro propósito cuestionar el tema de la calidad educativa sino, en todo caso, poner entre signos de interrogación el modo en que se aplicó, y colaborar para el diseño de nuevos criterios más acordes a nuestras diversas y a menudo contradictorias particularidades.

En el campo político nacional, en toda contienda electoral el tema educativo debe ser uno de los que discursivamente estén sobre la mesa. Nos gustaría que los diferentes candidatos, todos ellos, sin distinción alguna, presentaran ante los universitarios los puntos sustantivos de sus programas educativos y que no lo hagan desde un discurso inapelable sino a modo de diálogo. Los universitarios del país constituimos una fuerte corriente de la opinión pública, consolidada en los últimos años a partir de los esfuerzos realizados para cumplir puntualmente con las exigencias administrativas en toda su extensión y en toda su complejidad.

De modo que temas como el de la calidad de la educación, de la asignación equilibrada de recursos, del impulso a las ciencias y a las tecnologías, de las estructuras curriculares realmente flexibles, de las nuevas formas de vinculación entre distintas universidades locales y del extranjero, de la corresponsabilidad en la titulación, de la reforma académica (tan poco tratada y tan necesaria) son algunos, sólo algunos, de los asuntos nacionales respecto a los cuales los universitarios tenemos posiciones que requieren ser escuchadas y puestas en funcionamiento.



Los temas educativos -todos ellos, desde la comprensión de lo que sucede en el interior de las aulas hasta las políticas internacionales al respecto- dejaron de ser exclusivos de los especialistas y de los involucrados en las tareas académicas y se han transformado en “res publica”, en una cuestión que interesa a la totalidad de la ciudadanía.



La responsabilidad de las universidades públicas del país no puede restringirse a aplicar los criterios de calidad impuestos, su mayor desafío consiste en convertirse en centros de cultura que influyan activamente en la formación de ciudadanas y ciudadanos conscientes, críticos, analíticos y participativos. Hombres y mujeres aptos para desempeñar con conocimientos innovadores y espíritu cuestionador las funciones propias de su profesión y, además, ejercer virtuosamente su condición de ciudadanos.





Extraído de
José Lema Labadie
LA CALIDAD EDUCATIVA, UN TEMA CONTROVERTIDO
Reencuentro, diciembre, número 050
Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco Distrito Federal, México


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