En sociedades como
las nuestras, donde se hace cada vez más difícil la reflexión en común, la Calidad Educativa
no puede ser un concepto impuesto desde el exterior ¿Qué escuela necesitamos? ¿Para qué sociedad? ¿Es nuestra
democracia, una adecuada forma de convivencia? ¿Cómo mejorarla? ¿A qué valores
apuntar?
Una educación de
calidad no es posible sin educar en valores que permitan vivir de manera
sostenible y sustentable tanto a nivel personal como laboral y comunitario
La educación en la sociedad de la información, que ojalá
fuese también la del conocimiento y el aprendizaje continuo para todos, debe
permitir que las personas seamos funcionalmente competentes para gobernar
nuestras vidas. Debe promover que seamos funcionalmente alfabetos y capaces de
movilizar nuestros conocimientos, habilidades y actitudes, para poder regular
nuestra vida de forma sostenible y para disponer de criterio propio. La
profusión de información, el avance en las tecnologías y la diversidad han
provocado que este mundo global -sin fronteras para algunos- haya llegado a
cuotas de complejidad tales, que hacen que no pueda ser abordado de forma
satisfactoria en clave de simplicidad. Además, nuestra sociedad se caracteriza por
mantener, e incluso agudizar, profundas desigualdades en el acceso y disfrute
de derechos así como en la exigencia y cumplimiento de deberes. En definitiva,
nos encontramos ante un mundo complejo y plural que requiere transformaciones
en aras de una mayor justicia y equidad. Es necesaria más formación para poder
participar en los asuntos públicos propios de una ciudadanía activa. De lo
contrario, ni la sostenibilidad comunitaria, ni tan siquiera la laboral y la
personal serán alcanzables en sociedades plurales y diversas como las actuales
en esta época de globalización.
Por ello, actualmente, la educación adquiere una relevancia
especial para aquellos que creemos que a través de ella es posible la
transformación de nuestra sociedad en otra más digna, inclusiva, cohesionada y
equitativa. Obviamente será difícil tal transformación si la educación -en
primer lugar el sistema educativo en todos sus niveles, desde la educación
infantil hasta la universitaria y la profesional- no se plantea con el mismo
interés avanzar hacia un modelo que garantice, a la vez que calidad en los
aprendizajes, competencia en los jóvenes para una adecuada incorporación al
mundo del trabajo, más equidad y más inclusión social. Una sociedad inclusiva,
equitativa y digna es aquella en la que sus ciudadanos, además de practicar una
ciudadanía activa, son personas con criterio propio, que valoran el esfuerzo y
la superación personal en el mundo del estudio y del trabajo, que procuran la
felicidad, respetan la diversidad y son capaces de tomar decisiones con
responsabilidad. Así pues, la preparación para el mundo del trabajo y la
formación para una ciudadanía activa se están convirtiendo en los dos objetivos
más relevantes de la educación para las próximas décadas.
Aprender a vivir de manera sostenible a nivel comunitario y
ciudadano en un mundo complejo supone aprender a valorar lo más próximo: por
una parte, nuestra familia, nuestra cultura, nuestra civilización y nuestro
país -mundo de los sentimientos-; saber argumentar su valor, comunicarlo y
poder así compartir con otros lo valioso de sus mundos -mundo de la competencia
comunicativa y del lenguaje-, por otra; y finalmente, aprender a tener criterio
propio, saber optar con responsabilidad en este mundo complejo y diverso, y
saber construir conjuntamente criterios y principios de valor compartidos que
garanticen la convivencia intercultural en sociedades plurales -mundo de las
competencias éticas y ciudadanas-. Estas son, a mi juicio, necesidades
formativas que no siempre se aprenden de manera informal e incidental. Por ello
y porque es razonable querer garantizar esta formación para toda la población,
conviene plantear la necesidad de formar ciudadanos y ciudadanas, y entender
que los anteriores objetivos son los primeros que cabe atender en toda
propuesta de educación para la ciudadanía.
Conviene disponer de
un espacio para practicar lo que significa ser ciudadano desde los primeros
años de escolaridad, así como para reflexionar sobre lo que supone serlo
Además de lo argumentado hasta aquí, quisiera formular otra
razón más a favor de la necesidad de educar para la ciudadanía en época de
globalización, y en esta ocasión sí que me referiré en especial a la escuela
como institución privilegiada. Si revisamos los estudios e informes recientes
sobre la calidad de la educación en el mundo, es fácil comprobar cómo en ellos
se insiste en plantear ocho ámbitos de aprendizaje: lingüístico, numérico,
científico, tecnológico, cultural, aprender a aprender, aprender a emprender y
aprender a ser un buen ciudadano.
La Unión Europea reconoce estos factores como
competencias básicas de
la
educación. No obstante, algunos pensamos que convendría
establecer un noveno ámbito: el de la filosofía para reflexionar sobre los
demás, para desarrollar la capacidad de pensar y el espíritu crítico, y para
saber justificar los valores morales.
Aprender a ser un buen ciudadano precisa de cierto saber
filosófico que, aunque no sea especializado, permita distinguir lo justo de lo
injusto, ser prudente en nuestros juicios y distinguir lo que es verdadero de
lo que no lo es. No es un saber fácil, pero resulta conveniente y, por ello, es
necesario cultivarlo. Educar para la ciudadanía supone apostar por un modelo
pedagógico -especialmente en la escuela y a partir de los primeros años de
escolaridad- en el que los escolares aprendan a construir y construyan con
criterio propio su modelo de vida feliz, aprendiendo al mismo tiempo a
contribuir a la construcción de un modo de vida en comunidad justo y
democrático. Esta doble dimensión -individual y relacional, particular y
comunitaria- debe conjugarse en el mismo tiempo y espacio, si lo que
pretendemos es construir ciudadanía y, sobre todo, si esta se pretende
construir en sociedades plurales y diversas.
No todos los modelos de vida feliz son compatibles con los
modelos de vida justos y democráticos en comunidad. La segunda mitad del siglo
XX se ha caracterizado por la lucha y la conquista profundas de los derechos
humanos. En el siglo que iniciamos esta lucha debe ser completada -no
sustituida, pero sí completada- con la conquista del cumplimiento a fondo de
los deberes que, como seres humanos, hemos de asumir en nuestra convivencia
diaria.
Las transformaciones sociales y tecnológicas, los
movimientos migratorios y el carácter interconectado que acompaña al proceso de
globalización que estamos viviendo, plantean a las sociedades más
desarrolladas, y concretamente a los sectores más favorecidos de estas, retos
que exigen respuestas difíciles de dar de forma natural. Los sectores más
favorecidos de nuestro mundo, y en especial los que disfrutamos del llamado
“primer mundo”, debemos priorizar en nuestras políticas educativas acciones
orientadas a la formación de una ciudadanía activa, que sea capaz de dar
respuesta a estos retos. Retos que probablemente supondrán confrontación con la
aceptación de límites a comportamientos excesivamente centrados en el derecho a
tener derechos y poco comprometidos con los derechos de los demás; es decir,
con asumir deberes con la humanidad, cuando estos comporten límites a los
derechos propios. Vivimos en una sociedad donde impera la diversidad -diferencia-
y es este un factor que puede provocar un aumento de las desigualdades. Avanzar
hacia una sociedad inclusiva en contextos de diversidad y de diferencia exige
formar no solo ciudadanos que defiendan y luchen por sus derechos de primera y
segunda generación, sino que también reconozcan la diferencia como factor de
progreso y estén dispuestos a luchar por los derechos de los demás para evitar
desigualdades, aunque sea a costa de perder determinados niveles de disfrute de
estos derechos de primera y segunda generación de los que ahora gozamos
algunos, y que en parte son causa de las situaciones de desigualdad en nuestro
mundo. Formar una ciudadanía que procure la transformación de nuestra sociedad
en una sociedad más justa y equitativa no es fácil y no se trata de un reto que
pueda confiarse únicamente a la familia y a los agentes de educación no formal
e informal.
Este modelo de ciudadanía activa es necesario y no se
improvisa. Ignorar su necesidad solo es propio de sociedades terminales, en las
que algunos necios pretenden el logro del máximo beneficio particular en
detrimento del bien común, olvidando que incluso el disfrute de los bienes
particulares, para que sea feliz y gratificante, precisa de un clima de
convivencia y paz, difícil de mantener si olvidamos cultivar y consolidar tal
bien común. Educar en función de este modelo de ciudadanía requiere acciones
pedagógicas orientadas a la persona en su globalidad, a la inteligencia, a la
razón, al sentimiento y a la
voluntad. La escuela es la institución que mejor puede
desarrollar esta tarea en la infancia y la juventud. La escuela
es un buen espacio para aprender a vivir en comunidad, disfrutando derechos y
compartiendo deberes, para ser reconocido como persona y reconocer a los otros
como tales, para aceptar normas y participar en su transformación y mejora.
Pero la escuela también puede ser un espacio donde aprender a ser vulnerable y
excluido, donde se enseña a respetar normas en las que no se puede incidir ni
trabajar por mejorarlas, donde se aprende a cumplir con lo establecido y a
someter la propia voluntad a la del más fuerte. La escuela es una pieza clave
en la manera en cómo nos iniciamos en la vida ciudadana.
El trabajo y la familia han sido hasta ahora fuentes de
identidad y de promoción de sentimientos de ciudadanía. Hoy en día, la
naturaleza cambiante del trabajo por un lado, y, por otro, las diferentes y
múltiples variables que configuran los diferentes estilos de vida familiar, han
hecho que estos dos factores pierdan en parte su carácter de fuente de
identidad. La escuela permanece como uno de los pocos espacios de creación de
un cierto sentido de ciudadanía. A pesar de que algunos piensan que este tipo
de formación debería formar parte del ámbito privado-familiar, entendemos que,
al margen de la lógica influencia de la familia y de las instituciones y
organizaciones religiosas y/o políticas, la sociedad ha de garantizar una
formación de la infancia y la juventud adecuada y suficiente en este ámbito. Y
la escuela es para ello el instrumento óptimo.
Es necesario aprender
a estimar los valores de la democracia en sociedades globalizadas.
En época de globalización, la necesidad de contar con unas
raíces sólidas que den sentido ético a nuestras vidas e identidades culturales
diversas, junto con la búsqueda de criterios que regulen la convivencia y que
garanticen la construcción de una sociedad democrática son factores que
reclaman un modelo de educación en valores diferente al de épocas anteriores.
En párrafos precedentes ya se han apuntado algunos de los valores a considerar,
tales como la sostenibilidad frente a la innovación y el crecimiento ilimitado,
la interculturalidad ante la diversidad y la segregación cultural, o el fomento
de la equidad para hacer frente a la exclusión social. Norbert Bilbeny, al
referirse a estos valores en el marco de valores democráticos en la cultura
global, distingue entre valores inherentes, transformaciones negativas y
correcciones democráticas. Entre los valores inherentes encontramos conceptos
como globalidad informativa, diversidad cultural e innovación. La segunda
categoría engloba términos como exclusión social, segregación cultural y
crecimiento ilimitado. Y al hablar de correcciones democráticas nos referimos a
equidad, interculturalidad y sostenibilidad, por ejemplo. Obviamente la
educación no puede por sí sola evitar que la globalización muestre su perfil
destructivo y genere transformaciones negativas, pero sí puede contribuir a
denunciarlas, e incluso corregirlas, formando ciudadanos y ciudadanas
democráticos. La democracia es el mejor aliado. Son necesarios los actos de
denuncia y solidaridad, pero sobre todo es necesario formar una sociedad
democrática que promueva gobiernos capaces de desarrollar políticas públicas en
favor de la justicia, la equidad y la convivencia intercultural.
De nuevo, y con tal de aprender a apreciar y estimar estos
valores, es necesaria la
escuela. Es necesaria una escuela que forme para la
participación activa, que forme en la implicación en la comunidad y, a su vez,
en la defensa y profundización de estilos de vida y formas de organizar una
sociedad guiada por criterios de equidad, tolerancia y justicia a nivel global.
Conviene una escuela que suponga en sí misma un espacio donde degustar los
valores que creemos merece la pena aprender, con tal de poder profundizar en la
democracia.
Profundizar en la democracia en un mundo globalizado
significa avanzar en el logro de los objetivos que marca una concepción activa
de la ciudadanía como superación del modelo de ciudadanía propia de las
democracias representativas. Es necesario avanzar hacia una concepción de la
ciudadanía que vaya más allá de la ciudadanía social planteada por Marshall y
que se sitúe en el tránsito entre la sociedad industrial y la sociedad de la información. Se
trata de un ideal de ciudadanía propio de democracias participativas, que
supone reconocer la insuficiencia de la democracia actual y la necesidad de
profundizar en ella. Hablaríamos de una ciudadanía activa, que procura que las
personas se comprometan y estén en condiciones de participar en procesos de
deliberación y de toma de decisiones en condiciones públicas.
Pero conviene matizar con mayor detalle el significado del
concepto ciudadanía activa. El carácter polisémico del término “ciudadanía”
permite que todos hablemos de él sin referirnos a lo mismo. Por esta razón,
entre otras, puede resultar fácil alcanzar acuerdos sobre el papel en
cuestiones relacionadas con la ciudadanía y sus derechos; o incluso, referirnos
a la educación para la ciudadanía desde posiciones bien diferentes, aun
utilizando los mismos términos.
Existen dos posiciones básicas y diferenciadas al respecto.
En una de ellas están los que se refieren a una ciudadanía claramente
despolitizada y en la otra aquellos que no pueden entender un ideal de
ciudadanía sin voluntad política y de transformación social. Nuestra propuesta
sobre ciudadanía activa se sitúa en la segunda de las posiciones.
En el fondo, el concepto de ciudadanía tiene que ver con las
diferentes concepciones y maneras acerca de cómo nos relacionamos las personas
con el mercado y con la comunidad política. En torno a estos tres factores -persona,
mercado y comunidad política- se generan distintas percepciones con respecto a
la ciudadanía activa. Respecto a las dos posiciones mencionadas, la primera
corresponde a una concepción neoliberal de ciudadanía; una concepción
despolitizada, en la que se entiende que la ciudadanía como tal no es promotora
-ni podrá serlo- de más igualdad ni de más justicia y que se ciñe, en todo
caso, al ejercicio de unos derechos civiles y políticos. Esta concepción de
ciudadanía comporta educar en el cumplimiento de las normas, en el ejercicio de
la responsabilidad -aunque fundamentalmente se refiere a una responsabilidad
personal y social, y no tanto a una responsabilidad ética- y en mayor o menor
medida es ajena a las cuestiones relacionadas con los derechos sociales y a las
iniciativas de participación ciudadana a favor de procesos de transformación
social o por una mayor igualdad. Se trata de una concepción de ciudadanía, como
señala Anna Ayuste, que entiende que el paro, la desocupación laboral, la
pobreza o la exclusión son algo propio de determinados colectivos y que tienen
causas subjetivas, culturales, e incluso -alguien puede llegar a opinar-
naturales. Son planteamientos sobre ciudadanía que sostienen que, en principio,
no hay necesidad de respuestas sociales a este tipo de temas y en los cuales el
ciudadano es fundamentalmente tomado como un consumidor, como un sujeto
centrado fundamentalmente en sus intereses. Se trata de un tipo de ciudadanía
muy escasa de solidaridad, que a lo sumo contempla la caridad y el
voluntarismo. Un modelo de ciudadanía que puede llegar a promover el
voluntariado, pero que no integra la solidaridad ni como valor ni como deber.
En definitiva, y simplificando, que aboga por una ciudadanía en la que la
transformación social no preocupa.
La ciudadanía activa -la que nos ocupa- se sitúa en una
posición bien distinta; plantea un modelo en el que la sociedad civil ha de ser
la protagonista o en el que, por lo menos, esta debe incrementar su
protagonismo en las cuestiones públicas y en la toma de decisiones. Es una
concepción sobre la ciudadanía que pretende integrar los derechos civiles y
políticos con los derechos sociales. De poco sirve tener derecho a la vivienda
y a la educación, si en la práctica no es posible el acceso a ellas. Es una
posición sobre el ideal de ciudadanía que hace patente la insuficiencia de los
sistemas de democracia representativa y que aboga por una ciudadanía que amplíe
los intereses de la sociedad civil hacia un compromiso con la igualdad y la
inclusión social.
Por ello, la lista de valores que conviene aprender a
estimar para poder profundizar en la democracia, debe incorporar junto a los
valores de libertad, diversidad y tolerancia, aquellos que permitan adoptar una
actitud crítica ante el mundo, tomar conciencia del mismo, interesarse por
comprender sus dinámicas y problemas, compartir y sentir con los demás, confiar
en el apoyo mutuo, y actuar de acuerdo con criterios de justicia y solidaridad
en su transformación. Un conjunto de valores que no pueden ser aprendidos solo
mediante la reflexión y que requieren ambientes de aprendizaje y convivencia
impregnados precisamente de dichos valores.
Extraído de
Educación y ciudadanía en sociedades democráticas: hacia una
ciudadanía colaborativa
Miquel Martínez Martín
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores