miércoles, enero 12, 2011

Autonomía escolar y evaluación: dos pilares de la calidad de la enseñanza

Autonomía escolar y evaluación: dos pilares de la calidad de la enseñanza

ELENA MARTÍN ORTEGA
Profesora de Psicología Evolutiva y de la Educación
Universidad Autónoma de Madrid

Hoy día no sólo los movimientos educativos internacionales, sino discursos como el de la mejora de las escuelas, o el de las escuelas eficaces, coinciden en definir la autonomía como un factor de calidad, como una de las herramientas imprescindibles para la mejora del sistema educativo. A modo de introducción, me propongo reflexionar brevemente sobre lo que suele conducirnos a realizar tan rotunda afirmación.
A mi juicio, existen dos argumentos básicos que la justifican. El primero se refiere a esa realidad ampliamente comprobada de que, a mayor autonomía –entendida ésta como descentralización–, más posibilidades de acertar en las decisiones. La idea de aproximar la toma de decisiones a las personas que disponen de una información más ajustada o más cercana a las necesidades de cada entorno es algo que se defiende no sólo en el ámbito educativo, sino como un principio de carácter general.

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Pero mucho más importante es, en mi opinión, el segundo argumento, que no suele ser esgrimido con tanta frecuencia: el de que la autonomía produce un mayor nivel de implicación y de responsabilidad en las personas que intervienen en cualquier proceso. Por tanto, si queremos que la cultura de los centros educativos se modifique, si queremos que las administraciones educativas lleguen a sentirse responsables de decisiones que no les vienen impuestas desde fuera, sino que ellas mismas adoptan, es indispensable conseguir una implicación que –no lo olvidemos– supone, a su vez, un mayor nivel de responsabilidad. Sobre quien tiene capacidad de decisión recae también la obligación de rendir cuentas, de asumir como propios tanto los efectos negativos como los positivos que se deriven de su decisión.
A diferencia de lo que ocurre en otros países, cuando nos referimos al sistema educativo español podemos hablar básicamente de dos niveles de autonomía: el nivel autonómico y el de los propios centros. El nivel local, tan desarrollado en naciones como el Reino Unido (donde son las local authorities las encargadas de tomar gran parte de las decisiones), en nuestro país carece prácticamente de tradición. E incluso hay quienes dicen –y quizá no les falte razón– que una de las asignaturas pendientes de la política española es precisamente la de descentralizar en beneficio de la municipalización.
Una vez admitido que –por las razones señaladas– la autonomía puede considerarse un factor de mejora de la educación, no es menos cierto que dicha autonomía implica algunos riesgos si no viene acompañada de otros tres elementos fundamentales.
El primero está relacionado con el principio básico de que a mayor autonomía, mayor evaluación y mayor control. Conceder más autonomía sin ir comprobando al mismo tiempo los efectos de la misma constituiría una actitud ciertamente irresponsable y capaz de generar todo tipo de desigualdades y conflictos. Dicha evaluación no se encuentra restringida a los centros educativos, sino que abarca tam- bién a las Comunidades Autónomas; porque, lo queramos o no, vivimos en un Estado cuasi federal en el que coexisten 17 sistemas educativos distintos, más los de las dos ciudades autónomas, que dependen aún del Ministerio de Educación.
En segundo lugar, una mayor autonomía exige también mayor liderazgo y más vertebración –e insisto en la necesidad de uno y otra–. Es cierto que la labor de los equipos directivos resulta esencial para la buena marcha del centro, pero no suficiente: son precisas otras uni- dades de vertebración dentro de una organización tan sumamente compleja como ésta. Aparte de la dirección, hay otros niveles de responsabilidad –horizontales y verticales– decisivos para que la autono- mía conlleve una mejora, y los proyectos educativos, los ciclos, los departamentos, las tutorías, etc., todos ellos representan unidades de vertebración imprescindibles.
Y, por último, a mayor autonomía, mayor formación del profesorado, tanto inicial como permanente; y una formación dirigida, además, no sólo a los profesores que lideran y vertebran, sino también a los demás, que trabajan obligados a satisfacer exigencias para las que nunca han llegado a ser suficientemente preparados.
Tales son, a mi juicio, los tres componentes necesarios para lograr un equilibrio capaz de producir la mejora del sistema educativo.
Desde una perspectiva histórica, la LOGSE puede ser considerada la responsable de la descentralización a las Comunidades Autónomas. Cuando se redacta, son sólo siete las Comunidades que poseen competencias: el resto –aproximadamente un 60% del territorio español, conocido como “territorio MEC”– permanece bajo el control del Minis- terio de Educación. Hoy día, sin embargo, a este último sólo le corresponden Ceuta, Melilla, los centros en el extranjero y los del Ejército.
La puesta en marcha de algunas de esas competencias dejó en evidencia cierta complejidad, de la cual son buen ejemplo aspectos como el diseño curricular. Así, la idea lógica del desarrollo progresivo de un proyecto con sucesivos niveles de concreción en la práctica acabó reducida a una mera cuestión numérica: a las Comunidades sin lengua propia les correspondería un 65% del currículo y un 55% a aquéllas con lengua propia. Pero ¿acaso se puede medir un currículo en porcentajes? ¿Cómo se miden los contenidos y los objetivos? ¿No es esto una aberración pedagógica? Esta distribución ha cumplido la función administrativa que se buscaba, pero ha llevado también en ocasiones a una artificial búsqueda de diferencias que no siempre respondían a peculiaridades culturales relevantes.
Una vez iniciado el rodaje de las Comunidades Autónomas, se intenta dar cuerpo a una idea –en mi opinión– esencial: la de dotar a los centros públicos de identidad. Es cierto que, desde ciertas posiciones ideológicas de la izquierda, hubo centros públicos que se resistieron a ello, animados por la convicción de que es la igualdad la que garantiza la justicia y que, por tanto, todos los centros debían ser iguales. Es decir, debían recibir igual trato –recursos, apoyo…– de la Administración. Una convicción –a mi juicio– errada, pues creo que no hay nada tan injusto como dar lo mismo a quienes tienen necesidades distintas. Si admitimos esta realidad cuando pensamos en los alumnos, ¿por qué no hacerlo cuando pensamos en los centros?
Así pues, de acuerdo con el espíritu de la LOGSE, todos los centros educativos debían tener una identidad, un estilo, unas opciones determinadas, de tal manera que todo ello pudiera ofrecerse a las familias, para que pudieran tomarlo en cuenta en el momento de escoger la escuela para sus hijos e hijas. Aunque esta idea choca de frente con el limitado margen de elección de centro, se trataba en cualquier caso de un discurso abierto a la noción de identidad, de tal manera que el carácter propio o el ideario no constituye una característica exclusiva de los centros privados, sino de cualquier centro. Este importante avance se concreta en los célebres proyectos educativos o curriculares, que han de ser elaborados desde los centros escolares.
Por su parte, la LOPEGCE (Ley de la Participación, la Evaluación y el Gobierno de los Centros Docentes –una Ley Orgánica escasamente recordada–) proporciona un impulso importante a la autonomía y a la calidad a través de la idea de la evaluación del profesorado. En esta ley se estableció la necesidad de la evaluación de una forma prudente, ya que no había tradición de evaluación docente, de forma tal que para ciertas promociones en el desarrollo profesional (como los traslados al extranjero o la obtención de la licencia de estudios) se estipulaba un procedimiento de evaluación de los profesores consistente, entre otros procedimientos, en la observación de dos periodos lectivos en el aula o en los informes elaborados por el director y el coordinador de ciclo o jefe de departamento. El objetivo era que, una vez que el sistema se hubiera gana- do la confianza del profesorado –como ha venido sucediendo–, pudiera convertirse en una práctica generalizada. Desgraciadamente, hay que admitir que, pasados quince años (en 2006), la LOE no se atrevió a establecer la obligatoriedad de esta evaluación: algo, a mi juicio, inconcebible, porque negar la necesidad de conocer la reali- dad del funcionamiento de un elemento tan esencial como son los profesores del centro es negar un principio teórico básico de la cali- dad. De hecho, a día de hoy la evaluación del profesorado está restringida al modelo planteado por la LOPEGCE.
Entre otros de los factores decisivos impulsados por la LOPEGCE se encuentran el reforzamiento de la dirección a través de una mejora en su compensación económica, mayor autonomía en sus funciones y la posibilidad de elegir centro con prioridad en el con- curso de traslados.
La LOCE, por su parte, se propuso también reforzar la dirección y la autonomía curricular mediante la creación de centros públicos específicos centrados en determinados aspectos del currículo. Dicha iniciativa, que era interesante desde la perspectiva del currículo, encerraba un gran riesgo, ya que permitía a estos centros establecer nuevos criterios en la admisión de alumnos.
Años más tarde, la LOE viene a constatar la drástica reducción de la competencia del Ministerio de Educación, el cual obviamente conserva las enseñanzas mínimas y la concesión de títulos; sin embargo, otras muchas iniciativas que, a mi modo de ver, deberían tomarse desde el Estado se ven frenadas por la amenaza de los recursos de inconstitucionalidad o de invasión de competencias que en su caso podrían interponer las 17 Comunidades Autónomas. Es entonces cuando se ve clara la necesidad de fomentar la colabora- ción voluntaria mediante las mesas de coordinación y los fondos finalistas, de tal manera que estos últimos se conceden sólo si van a ser utilizados para determinadas partidas y determinadas activida- des y no para otras. En este contexto surgen planes como los de apoyo a las bibliotecas escolares o los Programas de Refuerzo, Orientación y Apoyo (PROA).
Tras este somero repaso de la legislación educativa de los últimos años, detengámonos brevemente en la situación actual. Una situación definida –a mi juicio– por el estatus cuasi-federal de España: es cierto que, desde el punto de vista de la Administración del Estado, no se trata de un Estado federal; sin embargo, en la práctica, resulta imposible analizar el sistema educativo español en su con- junto si no es desde la perspectiva de las distintas Comunidades que lo componen, máxime cuando ni siquiera contamos con algo parecido al Eurydice español, es decir, una red que nos permita conocer de modo ordenado las distintas normas que va aprobando cada una de las Comunidades. Lo cierto es que, a menos que se trabaje directamente en la Administración, es muy difícil mantenerse al día en este aspecto.
Ahora bien, si el Estado español no es federal –que no lo es, al menos teóricamente–, debería entonces contar con una serie de herramientas de compensación interterritorial (de las cuales carecemos) capaces de vencer las desigualdades. Y es que esas desigualdades existen: no hace falta mucha evaluación para constatar las diferencias de unas Comunidades a otras. ¿Es o no es una desigual- dad territorial el que un alumno, por el hecho de haber nacido en Andalucía, tenga una probabilidad menor de titularse en graduado de educación secundaria? No basta con saber y admitir que en España hay un 30% del alumnado que no se gradúa en esta etapa: lo importante es saber y admitir que dentro de España, dentro del propio Madrid incluso, hay una diferencia dramática en el porcentaje de graduados entre el distrito de Villaverde –por ejemplo– y el de Tres Cantos. Lo cierto es que, si se descentralizan decisiones, una actitud mínimamente responsable en cuanto al control y la evaluación de los efectos de esa nueva autonomía exige unas herramientas de compensación interterritorial de las cuales –es evidente– no disponemos.
Segundo dato en torno a la situación actual: la falta de descentralización de los centros escolares, cuando de hecho lo que se pretendía descentralizando el sistema era convertir al centro en una unidad de calidad, en una unidad de mejora y evaluación. Porque son los centros los que pueden hacer que la educación funcione o no. Los sistemas no enseñan, se limitan a posibilitar a los centros condiciones que les permitan hacer su tarea, y los profesores no enseñan, son los equipos, coordinados o no, los que explican la calidad de la enseñanza. De hecho, cualquier revisión que se haga de la normati- va de centros –sobre todo de los públicos– revela la escasez real de autonomía.
Veamos, a modo de ejemplo, cuatro de las gráficas procedentes del último Informe PISA, cuyo principal interés radica no sólo en los datos de rendimiento, sino en lo relativo a los factores asociados, es decir, a las variables que guardan relación entre sí; variables que, aunque no son casuales, demuestran que las cosas no suceden al azar.

(Continuar leyendo en SCRIBD, en la parte superior del post)
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