domingo, julio 26, 2009

Sectores de participación

El siguiente artículo es de autoría de Samuel Gento Palacios, profesor titular de la Facultad de Educación Departamento de Didáctica, Organización Escolar y Didácticas Especiales. Además es autor de libros y numerosos artículos que abordan la temática.

Dado que la intervención en el consejo escolar suele estar organizada por sectores de representación, parece conveniente desglosar las peculiaridades de la intervención participativa de los diversos sectores que concurren en un centro educativo (Gento, S., 1994). Nos referimos, pues, seguidamente a los profesores, los padres de alumnos, los alumnos, y otras instancias.

a) Los profesores, además de poder formar parte del consejo escolar del centro (cuando hayan sido elegidos para ello), de intervenir en el claustro y en otros órganos como profesionales específicamente preparados encargados de promover la acción educativa en el centro, han de asumir la responsabilidad de liderar las iniciativas orientadas a tal propósito.
Todo ello sin perjuicio de las actuaciones docentes que hayan de llevar a cabo de modo exclusivo en el marco del aula o en situaciones similares. En el ejercicio de la responsabilidad compartida, los profesores participan en marcos de organización y gestión de centros, tales como los siguientes:
En el ejercicio de funciones directivas, cuando hayan sido acreditados para ello, elegidos por el consejo escolar y nombrados para ello por la Administración educativa correspondiente.
En la realización de las tareas específica y normativamente encomendadas cuando hayan sido designados para alguno de los restantes cargos directivos unipersonales (salvo el de administrador) por el director del centro.
En el desempeño compartido de las actuaciones propias del equipo directivo, cuando ostenten un cargo que forme parte del mismo (como director de centro, jefe de estudios o secretario). Dicho equipo es globalmente responsable del funcionamiento del centro y tiene, por ello, una participación destacada en el diseño de los documentos de organización y planificación del centro.
En la actuación compartida en diversos órganos de coordinación docente, de los que formen parte por su condición de miembros de los mismos o por haber sido designados para ello: en el primer caso habría que referirse al claustro, a los equipos o a los departamentos didácticos y a la comisión de coordinación pedagógica; en el segundo se situaría el departamento de orientación, el de actividades complementarias y extraescolares, y la tutoría.

b) Los padres, como miembros responsables de la comunidad en la que se sitúa el centro, como representantes de los alumnos (especialmente en los casos de minoría de edad de éstos) y como agentes activos de la promoción educativa, han de participar, también, en la organización y gestión del centro educativo.
En el ejercicio de este derecho les reconoce pueden intervenir de modo específico en las modalidades que exponemos seguidamente.
A través de las asociaciones de padres que, si bien no constituyen entidades integradas en el esquema orgánico de los centros, tienen reconocida su intervención participativa: se reconoce su representación en el consejo escolar del centro, donde uno de los miembros será designado por la correspondiente asociación de padres, además del apoyo que presten a los restantes representantes de padres/madres en este órgano; además, tales asociaciones pueden tomar parte en la elección, organización y evaluación de actividades escolares complementarias (organizadas por el propio centro y en el horario escolar) y en las de tipo extraescolar (fuera de dicho horario).
A título individual pueden, también, los padres tomar parte activa en la organización y dirección del centro. A tal efecto, pueden hacerlo como miembros del Consejo escolar del Centro, cuando hayan sido elegidos como representantes del sector de padres o madres: uno de los representantes de padres en este Consejo escolar de Centro formará, además, parte de la Comisión Económica del mismo; los padres/madres pueden, también a título individual, presentar reclamaciones de defensa de los derechos de los alumnos, así como sobre admisión de éstos en centros sostenidos con fondos públicos; también pueden solicitar ayudas al estudio y, en general, llevar a cabo las acciones que requieran la defensa de los intereses de sus hijos, cuando éstos sean menores de edad o estén incapacitados para hacerlo.
Además de los ámbitos de participación que acabamos de mencionar de los padres en la organización y gestión de los centros educativos, conviene referirse también a su intervención en los aspectos estrictamente pedagógicos: en este sentido, aunque resulta difícil regular de modo detallado la forma en que ha de articularse tal participación, las necesidades educativas de los alumnos deberán ser las que determinen las relaciones con los profesores y la intervención de los padres, en su caso, en el propio proceso educativo: parece que el grado de intervención directa de los padres (en colaboración, en todo caso, con los profesores) en acciones educativas realizadas en el centro ha de estar en razón inversa a la edad de los propios alumnos.

c) Los alumnos, como agentes y protagonistas fundamentales de su propia formación, tienen el derecho y la obligación a participar activamente en la organización y gestión del marco institucional donde este proceso formativo se lleva a cabo de modo más intencional y sistematizado. Esta participación resulta más necesaria en sociedades democráticas, en las cuales los estudiantes han de ser formados, no sólo para la democracia, sino a través del ejercicio activo de la misma. En coherencia con tales exigencias de carácter social y de acuerdo a los requerimientos pedagógicos de lograr que los alumnos asuman la iniciativa y el propósito de su propia formación, la de impulsarse la intervención participativa de los alumnos en las instituciones educativas.
Pero, dado que no siempre los alumnos menores poseen capacidad para ejercer responsablemente tal derecho a la participación, ésta suele iniciar su puesta en acción a partir de la Educación Secundaria (es decir, a partir de los 11 años). Los ámbitos en los que tal posibilidad se reconoce son los que mencionamos seguidamente.
A través del consejo escolar, del que forman parte representantes de los alumnos del centro los representantes elegidos por sus compañeros intervienen en las actuaciones que son competencia de dicho órgano que, en definitiva, constituye la última instancia de organización y gestión general de un centro educativo.
A través de la junta de delegados los alumnos intervienen en dicho órgano como representantes de sus compañeros de los respectivos cursos, quienes los eligen. Entre otras atribuciones de dicha junta, cabe referirse a la posibilidad de presentar propuestas e informes a los órganos directivos y de gestión del centro, además de informar a los estudiantes en general y a los representantes de éstos en el consejo escolar del centro.
A través de las asociaciones de alumnos, en las que se agrupan los que voluntariamente quieren pertenecer a las mismas, pueden ejercer las tareas reconocidas para mejorar las condiciones de sus miembros. Para ello, tales asociaciones han de gozar de la capacidad para canalizar la expresión de las opiniones de los alumnos, de colaborar en la acción educativa de los centros, de promover la participación de los alumnos, de asistirles en el ejercicio de sus derechos, de informar a los miembros de la comunidad educativa de las actividades de la asociación, y de conocer los proyectos educativo y curricular del centro, entre otras.
A través de otras opciones, los alumnos pueden constituir cooperativas escolares, como organizaciones que generalmente tratan de fomentar la solidaridad y participación colaborativa entre los mismos: en la composición y funcionamiento de las mismas pueden contar con profesores e, incluso, con padres de alumnos. Además, los alumnos a título individual pueden y, en ocasiones, deben llevar a cabo las actuaciones que su propia condición exige: éstas suelen estar generalmente recogidas de modo concreto en el reglamento de régimen interior de los centros educativos respectivos.

d) Otras instancias pueden, también, intervenir en la organización y gestión de centros. Entre éstas cabe citar en lugar destacado al personal no docente que presta servicios en el mismo: aunque la intensidad de tal participación ha de ser distinta según la condición y dotación de un determinado centro, su intervención ha de contemplarse, en todo caso. Sector, también, relevante con participación en la vida de un centro puede ser la representación de las corporaciones municipales, especialmente en los casos en que los centros sean instituciones públicas que reciben fondos municipales. En el caso de centros privados cabe referirse a la representación de la titularidad, que también forma parte del Consejo escolar.
Aunque no integrada en el esquema organizativo del centro, cabe mencionar, también, la participación de centros de formación de profesores, que colaboran en procesos de formación en ejercicio. Igualmente ajena al esquema organizativo de los centros pero con fuerte vinculación a los mismos sería la participación que en su funcionamiento corresponde a la inspección o supervisión educativa: la evolución de los sistemas educativos, la elevación del nivel de formación de los profesores y la apertura creciente de la sociedad y sus instituciones a esquemas participativos inciden sobre esta institución, que está llamada cada vez en mayor medida a participar en la vida real de los centros, para la mejora constante de los mismos.
Pero la participación que afecta a los centros escolares no sólo ha de darse en el ámbito de la vida interna de los mismos. También es posible pensar que los centros educativos, como instituciones en las que se lleva a cabo sistemáticamente la educación con la intervención de profesionales acreditados para ello, pueden intervenir en el funcionamiento de marcos de mayor amplitud que afectan a la educación, entre los que cabe considerar el propio sistema educativo.


Autor: Samuel Gento Palacios
Extraído de
Autonomía del Centro Educativo Impulsor de la Calidad Institucional
http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/17044/1/art2_v8n2.pdf

jueves, julio 16, 2009

¿Por qué son tan difíciles los pactos educativos?

Si la sociedad surgida de la aceleración de los desarrollos científicos y tecnológicos encuentra su mejor concreción en la centralidad del conocimiento, parece lícito concluir que la educación debe ser uno de los factores que garanticen e impulsen el éxito de ese prototipo social.

Sin embargo, después de tres décadas de sociedad del conocimiento, los efectos no deseables de su implantación y expansión parecen estar propiciando la aparición de un nuevo tipo de inequidad, con consecuencias más devastadoras que las producidas por el modelo de producción industrial precedente.

Esta situación propone la necesidad de recuperar para la educación su papel de transmisora de valores de solidaridad, que fundamenten políticas de redistribución tendientes a construir una relación virtuosa entre conocimiento, solidaridad y equidad.

En este sentido, los consensos que sean posibles establecer en torno al modelo educativo y su consecución, pueden favorecer la adopción de una forma socialmente significativa de toma de decisiones que consolide la ejecución de aquellas políticas.

No obstante, debe tenerse presente que los pactos educativos no pueden ser un fin en sí mismos. En todo caso, serán sólo instrumentos válidos en el contexto de un proyecto social basado en la idea de construir una sociedad equitativa y dinámica.

Reconocer que las estrategias de acción educativa deben ser diseñadas a través de la participación de todos los actores sociales, es un lugar común en la reciente literatura sobre políticas educativas. La educación es un proceso muy complejo, donde la responsabilidad y la autoridad tienen que ser compartidas por los citados actores. A su vez, la continuidad en la aplicación de las estrategias de transformación ha sido reconocida como una de sus condiciones de éxito, y para que exista continuidad –al menos en contextos democráticos–, es necesaria la existencia de un nivel básico de acuerdo y de compromiso de esos actores en su aplicación. En tal sentido, la última década del siglo XX se inició con un clima de optimismo acerca de la existencia de condiciones favorables para la definición de estrategias educativas mediante la participación y el consenso de los diferentes actores. Ese optimismo se puso de manifiesto, por ejemplo, en la Conferencia Internacional Educación para Todos, realizada en Jomtiem, que fue convocada por los principales organismos de cooperación internacional, y en la que uno de sus postulados básicos fue la necesidad y la posibilidad de establecer nuevas alianzas en favor de la educación. El factor clave del optimismo fue la constatación de que en los nuevos escenarios sociales que surgían a partir de la expansión de las nuevas tecnologías y de la democracia política, el conocimiento constituye la variable central, tanto desde el punto de vista de la competitividad económica como del desempeño ciudadano y de la equidad social.

Sin embargo, la realidad se encargó de demostrar que superar el mero reconocimiento retórico acerca de la necesidad de concertar las políticas educativas implica enfrentar dificultades muy importantes, algunas específicas de los nuevos escenarios sociales. Por ello, es posible postular la hipótesis de que el origen de las dificultades para concertar políticas educativas radica en la propia centralidad que hoy ocupa el conocimiento en la estructura social. Para decirlo en pocas palabras, en la medida en que la información y el conocimiento constituyen cada vez más las variables claves de la distribución del poder, el control de su producción y de su distribución se convierte en el ámbito donde se desarrollan y se desarrollarán en el futuro los conflictos sociales más significativos.

La evolución social reciente ha permitido apreciar que, en contra de los pronósticos de las hipótesis optimistas sobre las potencialidades democráticas de una economía y de una sociedad basada en la producción de conocimientos, las economías productoras de ideas parecen ser más inequitativas que las que fabrican objetos. Tal como expresa Cohen, la propensión a excluir a los que no tienen ideas es más fuerte que la propensión a excluir a los que no tienen riquezas. La lógica que operaría en las economías productoras de conocimientos sería la de la calidad total o la del «error 0». En este tipo de funcionamiento, el menor error pone en crisis la cadena de producción, razón por la cual las calificaciones de los trabajadores en todos los puestos de trabajo deben ser muy altas. Con tal forma de funcionar, como sostiene Cohen, los mejores se juntan con los mejores y los mediocres con los mediocres. Las nuevas tecnologías exacerban esta tendencia más o menos natural, al favorecer la descentralización, la externalización de actividades y el achatamiento de las pirámides de organización jerárquica de las unidades de producción.

En este nuevo escenario se modifican las tradicionales formas de segmentación propias del capitalismo industrial y del modelo fordista de organización del trabajo. De acuerdo con los estudios sobre el tema, la segmentación tiende ahora a establecerse entre bloques completos de unidades productivas, y no entre sectores de una determinada empresa o sector de producción. La miseria del capitalismo actual consiste en crear, en el seno de cada grupo social, tensiones que hasta ahora estaban en el ámbito de las rivalidades intergrupos. La dinámica del proceso productivo explica la aparente paradoja que confronta la observación de los procesos sociales contemporáneos, donde se advierte que el nuevo modo de producción se caracteriza por crear más igualdad y más desigualdad al mismo tiempo. Entre los que se incorporan al proceso productivo tecnológicamente más avanzado, existe mucha más homogeneidad que en el pasado, pero entre ellos y el resto de los que se desempeñan en unidades productivas atrasadas o que son excluidos del proceso productivo, se establecen grandes distancias.

El modelo de organización del trabajo que nos ocupa tiene consecuencias sobre la dinámica del empleo y de los salarios. No analizaremos aquí el fenómeno, pero hay consenso en reconocer que uno de los resultados más visibles de estos procesos es la concentración del ingreso y el aumento de la desigualdad. Ambos son factores muy importantes en América Latina, que se ha transformado en la región más inequitativa del mundo. La discusión acerca del vínculo entre modernización tecnológica, globalización y desigualdad, es una de las discusiones más relevantes del momento.

Pero, más allá de las hipótesis que se puedan formular, lo cierto es que la concertación sobre las políticas educativas en un contexto de tal tipo no puede ser un proceso exento de dificultades y de conflictos. Concertar en un contexto en el que existe una fuerte tendencia a excluir y a expulsar exige poner en juego dimensiones distintas a las tradicionales. Desde esa perspectiva, apelar a la concertación de políticas educativas no es sólo postular una forma o una metodología de enfrentar el conflicto, sino que, en sí misma, implica un contenido socialmente significativo, ya que la forma como se toman decisiones educativas es hoy uno de los debates que divide posiciones e intereses antagónicos.

La experiencia reciente indica que la concertación es rechazada o resistida desde dos perspectivas: una es la que proviene de los enfoques económicos y políticos de inspiración neoliberal, según los cuales las decisiones educativas no pueden someterse a procesos de concertación ni de negociación política, sino que deben ser dejadas a los mecanismos del mercado como el resto de las decisiones sobre distribución de bienes y servicios, donde la lógica del comportamiento ciudadano es reemplazada por la del «cliente». La otra es la que proviene de los enfoques fundamentalistas autoritarios, según los cuales las decisiones son o deben ser tomadas sólo por los que controlan el manejo del aparato del Estado, excluyendo toda posibilidad de pluralismo y de debate.

En síntesis, la diferencia fundamental entre la concertación de políticas educativas y las alternativas del mercado, por un lado, o del fundamentalismo autoritario por el otro, radica en el papel que se asigne a la dimensión política. Apelar a la concertación implica resguardar la esfera de la política en la toma de decisiones, ya que obliga a cada actor social a discutir y a negociar públicamente sus opciones educativas. El mercado, en cambio, suprime la política y deja la toma de decisiones librada al resultado de determinaciones individuales, en función de intereses y de posibilidades particulares y de corto plazo. El fundamentalismo autoritario, a su vez, elimina la política porque deja todo el poder en manos de un solo actor social. El gran interrogante que abre esta discusión consiste en saber si la política tiene o tendrá la fuerza suficiente como para contrarrestar el peso de las tendencias propias de los intereses económicos.

Destacar la relevancia de la dimensión política frente a las alternativas fundamentalistas de mercado o autoritarias, abre la discusión sobre las características de la política en el nuevo capitalismo en general, y en América Latina en particular. En ese sentido, la paradoja radica en que las mayores demandas que se presentan al comportamiento político están acompañadas por una importante erosión de las instituciones del Estado para satisfacer las demandas sociales y las de los partidos políticos como organizaciones representativas de la ciudadanía. Desde un punto de vista general, el proceso de globalización ha puesto en crisis las instituciones del Estado-nación, y ha provocado la pérdida de capacidad de control democrático sobre un conjunto de decisiones políticas.

Ulrich Beck ha analizado la dinámica del poder mundial y ha llamado la atención sobre el déficit de institucionalidad política capaz de enfrentar los fenómenos de la mundialización. Toda la institucionalidad política está basada en la idea del Estado-nación, y sólo de forma muy precaria aparecen mecanismos institucionales capaces de articular discusiones de carácter mundial. Eso implica que muchas decisiones se adoptan sin discusión y sin procesos de concertación real, porque no existen dispositivos políticos capaces de garantizar procesos democráticos en la toma de decisiones fuera del ámbito del Estado-nación. Los campos donde se pone de manifiesto este déficit institucional de manera más visible son los económico-financieros y los vinculados con riesgos globales tales como el cuidado del medio ambiente, el terrorismo internacional, el narcotráfico, etc. Sin embargo, cada vez más aparecen decisiones de impacto educativo y cultural que no están sujetas a procesos de concertación. En la medida en que la producción cultural se industrializa, las decisiones en esta área se asimilan a resoluciones económicas. Así es como la creciente oferta educativa virtual y las decisiones empresarias sobre software educativo, por ejemplo, se van alejando cada vez más de los procesos de concertación de tipo nacional.

En el caso de algunos países de América Latina, es preciso recordar que la globalización fue concomitante con la superación del autoritarismo y con el retorno al Estado de Derecho. Si bien la heterogeneidad de situaciones nacionales es muy grande, se puede sostener que, salvo casos especiales, los procesos de retorno a la democracia estuvieron asociados con reformas del Estado que provocaron su creciente incapacidad para responder a las demandas sociales. Con la pérdida de instrumentos para responder a las nuevas y a las tradicionales demandas, se ha extendido un sentimiento general de escepticismo acerca de la potencialidad de la democracia para resolver los problemas sociales. Uno de los indicadores más importantes de este clima es la desconfianza de la ciudadanía con respecto a las instituciones del Estado, hacia los otros actores sociales y hacia el propio sistema democrático. La desconfianza, además, ha alcanzado a las instituciones y a los actores sociales responsables de la transmisión del patrimonio cultural y de la cohesión social. En encuestas a muestras representativas de docentes de varios países se ha podido apreciar que los dirigentes políticos son el grupo social sobre el cual los docentes tienen mayores niveles de desconfianza (que alcanzan entre el 70% y el 80% en todos los casos estudiados). La politización es percibida como negativa en la medida en que está asociada a corrupción, a clientelismo, etc. Pero tampoco gozan de confianza otros actores sociales importantes (empresarios, dirigentes sindicales, etc.).

La falta de confianza aumenta en contextos de extrema pobreza. Casos como los de Bolivia y Haití son una muestra de situaciones en las que el acuerdo es imprescindible para salir de la situación de crisis, y en los que es casi imposible lograr convenios mínimos para impulsar procesos concretos de acción. En tal sentido, la experiencia de esos países permite ver la complejidad que tiene la construcción de procesos de concertación en situaciones de emergencia social. Desde la perspectiva de las condiciones objetivas en contextos de pobreza, todas las demandas son urgentes y nadie acepta ser postergado. Los acuerdos son muy difíciles incluso entre sectores de la población que viven en condiciones de pobreza. Los conflictos de «pobres contra pobres» constituyen un fenómeno cada más frecuente en estos escenarios, donde la escasez de recursos provoca grandes pugnas entre sectores que comparten la condición de desfavorecidos. Pero en estos contextos también es preciso incorporar al análisis la dimensión subjetiva expresada a través de la desconfianza hacia el otro y hacia las conductas asociadas a los procesos de desarrollo social y político: asumir riesgos, enfrentar la incertidumbre, etc. La desconfianza es producto de experiencias vividas por los actores sociales, que se simbolizan mediante determinadas representaciones, estereotipos y prejuicios. Por esa razón, la subjetividad ha comenzado a ser considerada como una dimensión del comportamiento social y político que debe ser tenida en cuenta para el diseño de dispositivos de procesos de concertación.

El proceso de globalización redefine el significado que asume el ámbito local, comunitario, y todas las dimensiones asociadas a dicho espacio de participación. También sobre el tema la literatura es muy abundante, y existen evidencias que muestran que el ámbito local puede ser un espacio donde se apoyan los fundamentalismos autoritarios de carácter comunitarista, y, a la inversa, escenarios donde la concertación, las alianzas y los pactos pueden tener mayores posibilidades fácticas. En este último sentido, es posible evocar los ejemplos de pactos y de diálogos regionales de educación, así como algunas experiencias de proyectos educativos basados en la idea de comunidad de aprendizaje o de padrinazgo de escuelas por parte de empresas o de otras instituciones.

Los pactos educativos de nivel local se han visto estimulados por varias razones. Desde el punto de vista administrativo, esos pactos han adquirido relevancia en el marco de los procesos de descentralización, que en algunos casos transfirieron responsabilidades a los municipios. La experiencia más interesante en Latinoamérica es la de los «Diálogos ciudadanos por la calidad de la educación», que se llevan a cabo en Chile impulsados por la administración central. Pero otra fuente que justifica los pactos locales es el carácter integral de las estrategias destinadas a impulsar el desarrollo comunitario. En muchos lugares se advierte la necesidad de diseñar planes estratégicos de desarrollo local o planes integrales de acción que promuevan actividades coordinadas entre distintos sectores de la administración (educación, salud, empleo, vivienda, etc.), y entre diferentes actores sociales (docentes, empresarios, Iglesia, gobierno local, etc.). Sobre la asociación entre empresas y escuelas hay abundante literatura y experiencias diversas, tanto en los países centrales como en la periferia. Hace ya varios años la OCDE publicó un libro sobre experiencias de acuerdos entre escuelas y empresas. En él se pueden apreciar las principales motivaciones para los acuerdos entre empresas e instituciones educativas, y los límites de tales acuerdos. En primer lugar, las empresas están más dispuestas a establecer acuerdos con instituciones que con los sistemas educativos globales. En segundo lugar, hay una diferencia importante con respecto al manejo de la dimensión temporal: mientras las escuelas y los educadores tienen una dimensión de largo plazo, los empresarios pretenden resultados inmediatos.

Las condiciones del nuevo capitalismo crean situaciones en las que hay que decidir sobre cuestiones de importancia crucial para el destino personal y social, y en las que esas decisiones exigen un grado muy alto de reflexividad. Incluir o excluir, manipular genéticamente o no a las futuras generaciones, proteger o no el medio ambiente, son algunas de las opciones sobre las cuales los ciudadanos están (o deberían estar) llamados a decidir. Todas estas cuestiones ponen en juego nuestros valores, pero también nuestros conocimientos e informaciones. Las decisiones están asociadas a valores de solidaridad y de responsabilidad con el otro, así como al manejo de conocimientos científico-técnicos que nos brinden el máximo de seguridad acerca de las consecuencias de nuestras decisiones. Giddens, Beck y otros sociólogos han aludido al carácter reflexivo que tiene hoy el comportamiento ciudadano, en oposición al determinado por las fuentes tradicionales de confianza. Según sus análisis, se ha producido una significativa erosión de los cuatro ámbitos de confianza de las culturas premodernas: el sistema de parentesco, la comunidad local, la cosmología religiosa y la tradición. En las sociedades y culturas modernas el comportamiento ciudadano se basa mucho más en el conocimiento y en la información, pero la característica principal de esas fuentes de comportamiento es la de que no garantizan certidumbre. Al contrario, la validez del conocimiento es, por definición, cambiante y transitoria. En consecuencia, la confianza y la fiabilidad son mucho más difíciles de obtener. A su vez, varios analistas de los actuales procesos de cambio han señalado que las características del nuevo capitalismo son la concentración en el presente, la ausencia de sentido, y el carácter efímero de todos los vínculos sociales. Sobre eso Alain Minc, a comienzos de los años 90, sugirió que el nuevo capitalismo se asociaba a una nueva Edad Media, donde había ausencia de sistemas organizados, de todo centro articulador, y donde «las solidaridades serán fluidas y evanescentes». Agrega: una sociedad sin actores estructurados, sin lealtades firmes, en una estructura social «caótica», fluida, que hace imposible el consenso. La gestión, el «buen» gobierno, estarían ahora basados más en la imaginación y en el riesgo que en la confianza y la cohesión. Más allá de la vaguedad de este planteo, el punto principal que hay que retener es el de la falta de estabilidad en los acuerdos. Un grado muy bajo de estabilidad crearía una situación de caos social, mientras que un acuerdo de largo plazo sería poco sustentable por el dinamismo de la situación social. Tal panorama adquiere significados específicos en contextos de mucha desigualdad, no sólo social sino educativa. En un marco de alta reflexividad, los no-educados ocupan un lugar diferente al que tenían en sociedades en las que el comportamiento ciudadano se regulaba por alguno de los factores tradicionales. En dichos contextos la erosión de los factores tradicionales no está acompañada por el dominio de la información y del conocimiento. Se destruyen los factores tradicionales pero no aparecen los nuevos, con lo cual se exacerban los riesgos de clientelismo, de manipulación o de despotismo ilustrado. Así, sabemos que los actuales contextos de pobreza se diferencian de los tradicionales por la ruptura de los vínculos de cohesión y de confianza, y por la pérdida de capacidad para definir proyectos y para expresar demandas. Existe tendencia a vivir al día, lo que genera escasas posibilidades de participar en procesos de concertación de políticas públicas.

En síntesis, los pactos son necesarios para enfrentar la dinámica neoliberal o fundamentalista, pero, al mismo tiempo, son más exigentes en términos de articulación entre saber experto y saber lego, en los de superación de visiones particularistas, y en los de significación social de las cuestiones sobre las que los ciudadanos son convocados a pactar. Sin caer en un exceso de voluntarismo, parece importante señalar algunas características del rol del Estado en estos procesos, tanto desde el punto de vista del contenido de su acción como desde la representación de los diferentes intereses y sectores sociales.

Con respecto al contenido, hay dos aspectos importantes. El primero se refiere a la responsabilidad de convocar a los diferentes actores a que negocien, a que dialoguen, a que concierten. Hay muchos ejemplos de procesos de concertación convocados y coordinados por ONG, por agencias internacionales, por la Iglesia o por una combinación de ellas. Si eso sucede es porque se ha producido una crisis profunda en la sociedad y en el aparato del Estado, pues éste es percibido como ausente o como representante de un determinado sector y no de los intereses generales. En el segundo, el Estado debe manejar la tensión que existe entre los procesos de concertación y las tomas de decisiones. La negociación no puede ser un justificativo para la inacción. Con respecto a la representación, si bien el Estado asume los intereses generales, su responsabilidad principal es representar a los excluidos. Sólo el Estado puede hablar por los que están afuera, por los no representados mediante organismos corporativos. Como sabemos, la concertación a través de organizaciones se corporativiza rápido, y los que no están organizados no participan. El ejemplo de los congresos pedagógicos es muy ilustrativo. A poco de avanzar en el proceso de discusión, los congresos se han ido corporativizando y sólo participan los que están organizados: los sindicatos, los partidos políticos, las iglesias, los empresarios, pero no los padres y mucho menos los padres de los sectores más pobres.

Tras este análisis corresponde preguntarse si, en efecto, los pactos educativos son posibles. Aunque pueda parecer muy voluntarista, el argumento final de nuestro análisis consiste en reconocer que, si algo es considerado socialmente necesario, tiene que ser posible. Lo de necesario y posible está asociado a un proyecto social y político. El pacto no es un instrumento válido en sí mismo, sino que constituye un procedimiento consistente con un proyecto social basado en la idea de construir una sociedad equitativa y dinámica. En tal contexto, concertar políticas educativas es parte de un proceso más general de fortalecimiento de la ciudadanía y de construcción de un orden político democrático. Desde esa perspectiva filosófico-social, los procesos de concertación democrática son una forma de ejercicio de la solidaridad consciente y reflexiva que exigen las nuevas estructuras sociales. Mientras en el capitalismo industrial existía lo que se concebía como solidaridad orgánica, es decir, una solidaridad semejante a la que existe entre las diferentes partes de un organismo donde no hay una decisión voluntaria de ser solidario, en el nuevo capitalismo, en cambio, los niveles de solidaridad orgánica disminuyen, y para vivir juntos será necesario querer hacerlo, adherirse a un proyecto político que se proponga lograr la inclusión de los excluidos, y garantizar igualdad de oportunidades a todos. La solidaridad reflexiva exige un intenso sentido de pertenencia colectiva, a partir del cual es posible aceptar la idea de la redistribución directa de los bienes. En este sentido, la educación juega un doble papel: es objeto de redistribución, y es el instrumento para formar los valores de solidaridad que permitan tomar la decisión de redistribuir.


Autor Juan Carlos Tedesco Ministro de Educación de la República Argentina

jueves, julio 09, 2009

Autonomía del Centro Educativo Impulsor de la Calidad Institucional

El siguiente artículo es de autoría de Samuel Gento Palacios, profesor titular de la Facultad de Educación Departamento de Didáctica, Organización Escolar y Didácticas Especiales. Además es autor de libros y numerosos artículos que abordan la temática.

Sectores de aplicación
La autonomía del centro educativo podría considerarse como un principio básico de funcionamiento del mismo (Gento, S., 1996: 122). Pero la aplicación de tal principio no puede quedar limitado a la unidad constituida por la institución en su conjunto, ni se agota en el ámbito global de esta institución. Cabe, por tanto, referirse a la autonomía del centro como unidad organizativa y de gestión; pero cabe, además, referirse a la autonomía de los diversos sectores que constituyen el centro y hasta que poseen intereses en su funcionamiento y resultados. Nos referimos, siquiera brevemente, a los sectores que pueden resultar más representativos.

El centro en su conjunto
Tal como ya hemos señalado, hoy parece probado que es, precisamente, en los centros educativos donde se lleva a cabo fundamentalmente la educación de un modo sistemático. Pero, dado el amplio espectro de actividades que se producen en una institución de este tipo, podemos estructurar la operativización de este principio en torno a tres grandes ámbitos, a saber: el funcionamiento económico, como aglutinador del funcionamiento administrativo y gerencial; la dimensión organizativa, en torno a la cual giraría toda la organización de la planificación (que, inicialmente, denominados «diseño de estrategia »); y la actuación didáctico - educativa, alrededor de la cual se estructuraría la definición pedagógica y curricular de la institución.

Efectuaremos posteriormente el desarrollo de cada una de estas tres dimensiones básicas en las que se concretaría la autonomía de un centro educativo. Pero cabe, también, hablar de la aplicación de la autonomía en los sectores que figuran seguidamente.

El profesor
El profesor que actúa en un centro ha de considerarse miembro de un equipo con el que se responsabiliza de llevar a cabo un proyecto educativo y didáctico compartido: en este sentido, cada uno de los profesores ha de contribuir a la definición del enfoque y del proyecto educativo de la institución y debe, además, actuar de modo solidario para hacer efectivo dicho enfoque y proyecto. En el caso de un centro privado, es indudable que el profesor ha de aceptar los supuestos básicos del enfoque y la concepción empresarial de dicho centro.

Generalmente un profesor se responsabiliza de la promoción educativo - didáctica de un grupo de alumnos o de la enseñanza de una materia de conocimiento a unos determinados alumnos.

Dentro de esta actuación profesional, el profesor debe gozar de un margen de libertad, que le permita promover de modo original y personal la formación de sus propios alumnos: la obtención de excelentes resultados por parte de estos últimos se traducirá en un elemento determinante de su satisfacción (Darling-Hammnod, 1997: 151; Gento, S., 1998; Gento, S.), sin perjuicio de la que le corresponda por los buenos resultados de todos los alumnos de la institución de la que forma parte.

Aunque el profesor, a título individual, tendrá un margen de libertad o autonomía en la determinación de los contenidos culturales o científicos que ofrezca a sus propios alumnos o en su propia materia, el ámbito específico más genuino de la actuación profesional individual será la propia metodología didáctico - educativa que utilice: todo ello, por supuesto, sin perjuicio de su actuación solidaria con otros colegas en la aplicación de los principios que hayan sido colaborativamente definidos para el conjunto de la institución.

Es en el ámbito de la educación universitaria en el que preferentemente se utiliza el término “libertad de cátedra” para referirse a la libertad de actuación del profesor. Pero, en alguna medida, su aplicación se extiende a los otros niveles educativos. Esta libertad de cátedra, que tampoco puede entenderse de modo absoluto, puede perfectamente considerarse equiparable o equivalente a la autonomía del profesor que, como ya hemos señalado, tendría un mayor margen de libertad en los aspectos metodológicos.

Pero, para el logro de la autonomía en los términos señalados, el profesor puede también necesitar de un margen de libertad en la provisión de recursos que precise. Así, por ejemplo, parece claro que debe otorgarse a este profesional la posibilidad para decidir o, al menos, intervenir en la decisión de los libros de texto o materiales didácticos que va a utilizar con sus alumnos.

Asimismo parece oportuno que el profesor pueda disponer de los medios didácticos de apoyo que precise para su propio enfoque metodológico y, en alguna medida, científico o cultural (sin perjuicio de la solidaridad institucional).

Cabe, incluso, plantear dentro de la autonomía de este sector profesional la posibilidad de optar a actividades formativas en ejercicio y a recursos o materiales (bibliográficos o de otro tipo) que pueda utilizar para su propia actualización científico-pedagógica. La articulación de esta libertad de provisión de medios puede adoptar diversas formas; pero su aplicación parece ineludible para la autonomía del profesor.

En definitiva, el profesor se convierte en el punto de apoyo fundamental sobre el que ha de basarse la autonomía del centro; pero, para que dicho apoyo sea realmente operativo, es preciso preparar culturalmente al profesor para que enfoque su trabajo dentro de una acción colaborativa con sus colegas y con otros sectores, y para que asuma inteligentemente el papel de dinamizador principal, que los nuevos tiempos le atribuyen. Todo ello requerirá, además de una buena formación inicial del profesorado, acciones de formación en ejercicio de este sector intensas y correctamente orientadas: no podemos tener buenas escuelas si no capacitamos a los profesores para que jueguen el papel central que les corresponde en el desarrollo de los centros y para que puedan arbitrar soluciones a los variados problemas que tienen las escuelas (Zeichner, K., 1991).

Los alumnos
El grado máximo de aspiración al que los alumnos pueden llegar en el logro de su satisfacción estriba, precisamente, en la posibilidad de contribuir a su propia autorrealización como personas en un clima de libertad y autonomía para optar por sus propias vías de desarrollo. En definitiva, el reto estriba en lograr que cada uno de los alumnos se sienta libre para realizar aquellas tareas o trabajos que responden a sus propios deseos, y en cuya realización actúa con la alegría de quien hace lo que le gusta y quiere: de algún modo, esto implica el sentimiento de que las actuaciones que se lleven a cabo son aquellas que los propios autores han decidido realizar (sin perjuicio, en su caso, de la orientación o asesoramiento prestado, especialmente por el profesor. Gento, S., 1998: 87-88).

En coherencia con esta aspiración a la autorrealización libre y acorde con sus propios deseos, los alumnos han de disponer de un grado de libertad para poder optar libremente. Cierto que tal aspiración no podrá materializarse de modo absoluto en los niveles iniciales de formación, en los que los alumnos carecen aún de la maduración necesaria para poder discernir inteligentemente entre las opciones más convenientes. Y cierto, también, que en ningún caso deberá el profesor eludir su función orientadora hacia los propios alumnos.

Tal vez el punto de partida para la materialización de esta autonomía de los alumnos habría que situarlo en la libertad de elección de centro. Es verdad que, en las primeras etapas educativas esta elección será ejercitada por los padres de tales alumnos; pero habrá que entender que lo hacen en nombre de estos últimos. En tal sentido, aunque asistimos a una progresiva intensificación de esta posibilidad de elección de centro, hemos de reconocer que todavía no se ha conseguido una generalización de este ejercicio de libertad: la necesidad de rentabilizar los recursos educativos disponibles y la atención a las necesidades educativas de todos los ciudadanos deben, también, tenerse en cuenta a la hora de articular este principio.

En todo caso, aunque el trabajo intelectual ha sido en diferentes épocas intensamente organizado y sistemático, la transformación de sociedades en espacios más abiertos y libres recaba cada vez en mayor medida superiores dosis de libertad en los alumnos, como promotores de su propio desarrollo (Darling-Hammnond, L., 1997: 151). Hoy parece obvio que el excesivo uniformismo prepara poco para la vida social (Mañu, J.M:, 1999: 53). También se pone hoy de manifiesto que, cada vez en mayor medida, las personas que salen del sistema educativo se encuentran con un mercado de trabajo que exige una acentuada capacidad para enfrentarse inteligentemente a situaciones diversas y que exigen aportaciones creativas.

Pero no cabe duda que un planteamiento educativo y didáctico basado en la autonomía de los alumnos obliga al profesor a potenciar su capacidad creativa y de acomodación a sus propios alumnos, de quienes ha de tener un profundo conocimiento para poder orientarlos adecuadamente y a los que debe otorgar un margen de decisión para que puedan, sucesiva y progresivamente, ser quienes libremente elijan sus propias vías de autorrealización.

Otros sectores
La implantación del principio de autonomía en un centro educativo hará necesario, también, la extensión de este principio a otros sectores que forman parte activa del mismo, todo ello sin perjuicio de la necesaria contribución solidaria a los objetivos comunes de toda la institución.

Cabe mencionar, de modo expreso, la autonomía que corresponde al personal no docente de un centro, que puede ser - en ocasiones – altamente especializado y diversificado (tal, por ejemplo, en centros específicos de educación especial, en los que puede existir personal sanitario, cuidadores, trabajadores sociales, ademásde personal de servicio y otros -). Los diversos colectivos y, aún, individuos que forman parte del personal no docente han de disponer de un cierto grado de autonomía en el desarrollo de su propia contribución profesional.

Mención especial merecen, también, los padres de los alumnos. Los padres no son solamente miembros activos del centro en cuanto que forman parte de órganos de decisión del mismo (por ejemplo, del consejo escolar); son, además de primeros responsables de la educación de sus hijos, co-autores en el impulso a la educación de su propia prole. Por este motivo, y cada vez en mayor medida, se propugna la intensificación de las relaciones escuela-familia. Pero, junto a la necesaria interrelación y apoyo mutuo que ha de existir entre educadores y padres, también se extiende la posibilidad de que los padres dispongan de un margen de libertad para la realización de sus propias iniciativas, incluso contando con instalaciones y recursos del centro. Son, también, miembros activos del centro otros representantes en los órganos de gestión del mismo (tal como los representantes municipales).

Es obvio que, junto a su solidaridad en la contribución al proyecto común institucional, deben gozar de un margen de autonomía para poder responder a sus propósitos y hasta enfoques específicos. Por supuesto, la titularidad del centro, en el caso de instituciones privadas, ha de tener, también, un espacio de libertad de actuación en el ámbito empresarial e institucional.

La necesaria apertura de los centros a la comunidad de su entorno y a la sociedad en general parece derivarse del compromiso social para promover una educación para el progreso social, y de la necesidad de que las instituciones educativas contribuyan al desarrollo colectivo. Esta interrelación de los centros educativos con diversas instancias sociales que poseen interés en la educación debe traducirse en un mutuo apoyo. Pero es indudable que, si se propone para los propios centros cada vez un mayor grado de autonomía, las instancias que se relacionan con los mismos deben, igualmente, actuar autónomamente en la persecución de sus propias metas específicas.

La participación, crisol de la autonomía
La consolidación de la autonomía de un centro educativo sólo puede hacerse desde el reforzamiento de la participación, entendida ésta como la intervención activa y responsable de sectores y de implicados e interesados en cuantos cometidos lleva a cabo tal institución. El afianzamiento de sociedades cada vez más democráticas en las que los individuos intervienen en la concepción, diseño, ejecución y hasta evaluación de los proyectos que les afectan, está suscitando la creciente necesidad de potenciar la participación.

Este proceso de democratización está también llegando a la escuela, donde el profesor abandona progresivamente su papel de simple transmisor de conocimientos para convertirse en un líder impulsor de la dinámica autoformativa de todos y cada uno de los miembros del grupo de alumnos. Entendemos la participación como la intervención en la toma de decisiones, y no sólo como el establecimiento de canales multidireccionales de comunicación y consulta. Nos unimos, así, a la concepción de autores que, como Lowin, A. (1968) consideran que la participación completa sólo se da cuando las decisiones se toman por las personas que han de ponerlas en acción.


Autor: Samuel Gento Palacios
Extraído de
http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/17044/1/art2_v8n2.pdf
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